No era el jefe, sino el "tapón” de la Revolución alemana; no fue el que formó la voluntad del pueblo alemán, sino el que la soportaba, como una membrana, y expresaba los sentimientos de un pueblo aplastado por la Primera Guerra Mundial y una revolución social abortada. Gracias a ello siempre vibró al unísono de las masas y casi siempre en oposición a las clases dirigentes del pueblo alemán: la nobleza, los intelectuales, el ejército y la Iglesia. Hitler odiaba, por instinto y por razonamiento, a esos voceros de la minoría y de la élite, e hizo todo lo posible para destruir las instituciones que ellos representaban. No nos referimos únicamente a su odio contra éstas, sino también a la disolución de las organizaciones estudiantiles. También en esta ocasión obtiene la total aprobación de la gran masa del pueblo. Le daré un solo ejemplo de su infalibilidad premonitoria, que era independiente de su propia convicción. Un día debía hablar en un congreso femenino ante un millar de mujeres de todas las clases sociales. Mi hermano creía que iba a ser un fiasco total, puesto que Hitler no tenía ninguna relación normal con las mujeres. Hitler habló y terminó su discurso con este grito: “¿Y qué os ha dado el nacionalsocialismo? ¡El hombre!”. Había encontrado el denominador común. La intuición de Hitler no puede subestimarse. Si se agrega a su fuerza de voluntad y a su absoluta falta de escrúpulos, constituye el origen esencial de sus éxitos. Hitler nunca fue un jefe que impusiera al pueblo sus propias concepciones: fue sólo un medio capaz de penetrar en los sentimientos confusos de un pueblo en un momento dado, traducirlos en palabras y convertirlos en el fin de su voluntad.
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