Melchor
Rodríguez nació en el sevillano barrio de Triana en 1893. Tempranamente se
quedó huérfano de padre al fallecer éste en un accidente en los muelles del
Guadalquivir.
Envuelto en
la pobreza, ve en los ruedos un camino para sacudirse la miseria, y movido por
su afán abandona su casa y empieza una gira de capea en capea. En la
enciclopedia taurina Cossio, se cita a Melchor como el único que alternó la
lidia de reses bravas con las actividades políticas.
En Madrid,
trabajando como chapista, entra en contacto con los círculos libertarios,
teniendo el carné nº 3 de la Agrupación Anarquista de la Región Centro, y
llegando a ser el presidente del sindicato de carroceros. En las filas de la
CNT comienza una lucha a favor de los derechos de los presos, incluso de los
presos de ideologías contrarias. Lo que le hace merecedor de encontrarse tras
las rejas en multitud de ocasiones a lo largo de la monarquía incluso durante
la República.
Comenzada la
Guerra Civil española, es nombrado director general de prisiones, pues conocía
a los funcionarios de prisiones y las cárceles como su propia casa. Tomó
posesión el 17 de noviembre de 1936.
Su valentía
y humanidad van a ser decisivos para atajar los crímenes masivos que en nombre
de las organizaciones obreras y de la llamada Revolución se estaban cometiendo
en el bando republicano. Hasta el 1 de marzo de 1937, en el que el nuevo
gobierno socialista títere de los comunistas, Negrín, lo destituye.
Apenas había
durado tres meses en el cargo, pero ese tiempo había bastado para salvar miles
de vidas, que desde entonces lo conocerían con el apelativo cariñoso del
"ángel rojo". Muchos de sus correligionarios, sin embargo, le
acusaban de ser el ángel traidor, pues incluso en esos terribles años de
ceguera sectaria, para Melchor, toda vida humana era sagrada. No le perdonaron
que salvara a Fernández Cuesta (nº 2 de Falange), a Muñoz Grandes (el general
de la División Azul), a Javier Martín Artajo (diputado de la CEDA), a los
hermanos Quintero (famosos comediógrafos)...
Pero el
episodio, por el cual hasta la Asamblea de las Naciones Unidas le ha
distinguido, sucedió el 8 de diciembre de 1936, en la cárcel de Alcalá de
Henares: dos días antes se había asesinado a los 319 presos de la cárcel de
Guadalajara. Tras un bombardeo del ejército nacional en Alcalá, de nuevo la
consigna se apoderó de las masas enfervorecidas: "¡A la prisión, a no
dejar un preso con vida!". El alcalde y el director de la prisión se
consideraron impotentes para frenar a la milicia de obreros. Cuando ya estaban
a punto de abrir las celdas, se presentó Melchor dispuesto a parar esa locura.
Se interpuso con su cuerpo, y gritando que si alguien quería matar a un solo
preso, primero tenía que acabar con él. Tras horas de discusión, amenazas de
muerte contra él, y apuntándole todos los fusiles, consiguió disolver a los
violentos. Ese día salvó la vida de 1.532 personas. Recibió el reconocimiento
de multitud de embajadas de países europeos e iberoamericanos, e incluso de D.
Juan de Borbón.
Tras su
destitución por los comunistas fue nombrado delegado de cementerios, trabajó
como todos los suyos, se tomó muy en serio. Él mismo revisaba los nichos y
sepulturas. Con la entrada de las tropas de Franco, y a pesar de disponer de
coche, por su cargo oficial, se quedó en Madrid. En noviembre de 1939 fue
juzgado por un consejo de guerra. Incluso el fiscal destacó sus grandes
virtudes cristianas. Pero la injusticia franquista fue implacable. Seis años de
cárcel. Después vivió modestamente como empleado de seguros, rechazando toda
ayuda económica. En una ocasión quisieron remunerarle por el acierto de Melchor
en un slogan que anunciaba anís. No aceptó ningún cheque. Acogió en su modesto
piso a un banderillero y su mujer, amigos de juventud que se habían quedado en
la ruina.
Un día, al
volver a casa, encontraron a Melchor desmayado y caído en el suelo, con una
herida en la cabeza. Lo trasladaron al Hospital Francisco Franco y allí fue a
verle su íntimo amigo Javier Martín Artajo (Ministro de asuntos exteriores).
Cuando Melchor recobró la lucidez charlaron largo rato. Martín Artajo llevaba
una corbata con los colores anarquistas, y también un crucifijo. Al final de la
conversación, Melchor Rodríguez besó la imagen. Descansó en paz en 1973. Su
entierro, sencillo, tuvo rango de funeral de Estado, con presencia de
ministros, anarquistas, jerarcas, expresos de varias ideologías y
supervivientes de las cárceles del 36. Sobre su ataúd cubierto con la bandera
anarquista y con un crucifijo, se rezó un Padrenuestro multitudinario y se
cantó el himno anarquista, con la hermosa música de la Varsoviana: "Negras
tormentas agitan los aires..."
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