martes, 13 de octubre de 2015

La lucha por la Identidad


En las últimas décadas, diversos grupos y tendencias han ido aparecien­do en escena para proclamar su rechazo frontal al avance de la uniformi­zación y disolución general de los pueblos. Una uniformización y disolución que se ha acelerado en el interior de cada estado, y que super­potencias, organismos y corporaciones multinacionales han ido forzando a lo largo y ancho del mundo. Para combatir esta apisonadora mundialista y mundializada que va laminando y desnatura­lizando culturas y naciones, muchos grupos «inconformistas» («en contra de lo que hay») han adoptado el nacionalismo y esgrimido los «hechos diferenciales» étnicos como soporte principal de su causa.

Pero esgrimir, a secas, los «hechos diferenciales», nada significa en reali­dad. Pues lo importante no es reconocer «hechos dife­renciales» culturales, na­cionales, territoriales, étnicos o de cual­quier otra especie, sino establecer cuáles, por qué y para qué se determinan diferenciaciones o dis­crimi­naciones, diferencias culturales y particularidades nacionales.

Como ejemplo propio, los españoles hemos podido comprobar durante un cuarto de siglo para qué ha servido, finalmente, la reivindicación de los «he­chos diferenciales»: para que unas organizaciones sub­sidiarias del estado blin­dadas por una «cosa nostra» étnica, se hayan ido apropiando de la cosa pública (y privada) en las parcelas territoriales que han reclamado suyas en exclusiva bajo la bandera de una historia, lengua, sangre, costumbres o temperamento «diferente», y poder manejar más competencias y presupuestos. Como todo el mundo sabe que los nacionalismos vascos, catalanes, gallegos o canarios no son frentes políticos que pongan en cuestión el régimen político, el montaje cultural y el modelo socio­económico del presente, sino que todos sus objetivos se concentran en coger la mayor tajada posible de los recursos generales dis­ponibles y controlar en exclusiva sus territorios con los que presumen fundirse, no voy a insistir más en ellos.

Así que voy a referirme a ciertos grupos que se proclaman «identitarios» e incluso «antisistema». Ustedes dirán que necesidad tenemos de referirnos a grupos tan minoritarios, cuando son los nacionalismos «oficiales» los que van imponiendo sus demandas. Las respuestas son sencillas: la primera es que, como se acaba de decir, casi todo el mundo sabe que tales nacionalismos no constituyen fuerzas «contrarias» al rumbo político actual, ni buscan ningún modelo socio­económico ni alternativa cultural a la que hay. Su obsesión se reduce a garantizar un mayor presupuesto, que el mismo mercado, el mismo consumo y la misma producción utilicen la lengua vernácula, y que el dinero que se recaude en un sitio, por supuesto, sea sólo para «su gente». Así que por eso no engañan a nadie, o a casi nadie.

Pero diferente es el caso de ciertos grupos que han empezado a enarbolar las banderas de las identidades, declaradamente populistas o presuntamente «defensores» o «restauradores» de «viejas esencias» ya muy mixtificadas, pues éstos sí que están engañando a todos en dos elementos fundamentales: en su posición ante el sistema y en su oposición al uniformismo y al arrasa­miento de las identitades. Así pues, la segunda respuesta es que, como este blog se dirige a gente que se considera disconforme con lo que hay, y porque nos interesa sobremanera el asunto que advierte el título (no dejar que la bandera identitaria caiga en manos etnicistas) hemos de empezar a despejar esta cuestión básica, vital, para los «reductos» de la población conscientes de la necesidad de una alternativa.

Como las nacionalidades son campo ya «reclamado» y más que trillado por los nacionalismos del régimen, suelen estos supuestos «identitarios» tomar otros marcos o conjuntos de identidad étnica, comarcales, nacionales (de los estados constituidos) subcontinentales o incluso raciales o subraciales. Como ya se advirtió, hay que preguntarse, en primer lugar, el por qué y para qué sirve todo su discurso de defensa de las identidades. Y en segundo lugar, que toman por identidad defendible. Yo les advierto que basta un repaso de los discursos de muchos supuestos «infantes terribles» o «peligrosos», desde los llamados nacional-revolucionarios hasta los reformistas populistas, pasando por los «reconquistadores» de supre­macías o «edades doradas» del pasado, para darse cuenta que no sirve, en absoluto, para abrir brecha y conformar una nueva mentalidad que se enfrente al individualismo, al unifor­mismo y al economicismo asfixiante del mundo actual.

Sus discursos están sirviendo para todo lo contrario: para justificar y defender la supremacía de este sistema plutocrático, del «pensamiento único» famoso y sus mecanismos de poder político, social, económico e ideológico, y de paso, y por supuesto, el «status» material privilegiado de los componentes del primer mundo: un nivel económico con­seguido por motivos históricos, coyunturales, y no por méritos de las pobla­ciones o generaciones actuales.

Todos estos pseudoidentitarios prooccidentales no utilizan mitos «irra­cionales» como pudieron utilizar­los otros grupos en épocas anteriores (esto también sería discutible), o sea, para contrarrestar las fuerzas y artificios eco­nomicistas, evolu­cionistas y uniformizantes en los que se basa el mundo occidental, sino para defender este mismo mundo occidental. Da lo mismo que hablen de «herencias naturales», de los «valores de la civilización» o de «raíces» de cualquier especie. Lo mismo que hablen de defender una religión como del progreso técnico. Lo mismo que hablen de mitos imperiales como de las libertades individuales. Lo mismo que hablen de vírgenes cristianas como de paganos bárbaros. Todos estos cánticos se descubren, si se presta apenas atención, como retórica romántica y espúrea para encubrir la cruda y des­carnada realidad del Occidente, que es lo que acaban defendiendo.

Durante la guerra fría el elenco de las llamadas «fuerzas nacionales» (re­for­mistas, reaccionarias o conservadoras) tanto europeas como sudamerica­nas, emplearon discursos plagados de llamamientos juveniles revolucio­narios según unos, o defensas viejas de la patria, de la religión, de la familia, o de la raza según otros. Pero todo eso fue utilizado para acompañar e, incluso, respaldar el mundo que públicamente se decía de­testar por injusto, corrompido, desalmado, viciado o degenerado. Aquellas referencias eran, sólo en apariencia, «disonantes» con las del discurso «racional» o con­vencional dominante, pues pronto se podía descubrir que, mientras unos eran simples «radicalizaciones» de alguna de las dos alas del frente político «res­petable», otros eran cantos estériles a la luna, y algunos otros (éstos eran los más graves) eran adulteraciones o caricaturas de valores serios para degenerar bien en aberraciones e insensateces fácilmente atacables por todo el mundo, o en pretextos mixtificadores para recubrir las descarnadas razones reales que mueven al llamado «Mundo libre». Por mucho que los dueños del poder los desprecien con patadas e insultos, estos animales muy poco políticos nunca aprendieron (o aprendieron muy bien) y siempre sirvieron como perros fieles de ese poder.

Ahora vuelven a las andadas los mismos perros. Todo su presunto rechazo al globalismo desalmado, desnaturalizador y reconvertidor de tierras, pueblos y personas en solares, máquinas y mercancías, todas sus quejas contra esta sociedad formada por humanos reducidos a objetos y sujetos estacionales de producción, de consumo y deshechos en compra­venta, se quedan en un «desagrado» por algunas consecuencias del proceso, pero un proceso que aprueban no sólo como necesario e inevitable, sino como «fruto» del tipo de sociedad que han de defender. Al final no sólo no atacan esa uniformización y esa progresión disol­vente que decían contra la que dicen que luchan, sino que afirman fervorosamente que todos estamos obligados a defender esa homogeneidad apisona­dora para nuestros pueblos, en nombre de una «paternidad» o unas «raíces» (unívocas y homo­géneas) religiosas, vitales, culturales, racionales e identificadoras.

En definitiva: para social patriotas los pseudoidentitarios occidentales coinciden, descarada­mente, con los mundialistas a los que dicen atacar: coin­ciden nada menos en ver «superior» el «modo de vida» y el tipo de sociedad occi­dental. Nosotros denunciamos que los pseudoidentitarios sólo discrepan de los segun­dos en dos cosas: primero de la sinceridad de los abierta­mente mundia­listas, pues éstos desprecian los cuentos románticos de nostálgicos y mitómanos, ya que los mundialistas recurren a otros engaños más políticamente correctos para justi­ficar el desenvolvimiento de Occidente; y segundo (y aquí discrepan más rabiosos) porque en vez de reservar ese modo de vida y privilegios socioeco­nómicos para los pueblos elegidos o «avanzados», los mun­dialistas anuncian querer propa­garlo.

Estos pseudoidentitarios son como los exclusivos de su raza: para ellos Occidente debe quedar reservado para el «mundo avanzado», que para ellos es sinónimo de más dinero, gente «moderna» y aparatos «vir­gueros». En cambio, progresistas y liberales (que tienen la misma idea que los pseudoidentitarios de lo que significa «avanzado») son algo parecido a los «evangeli­zadores»: para ellos Occidente debe «reconvertir» los pueblos infantiles o atrasados del resto del mundo.

Tanto occidentalistas «exclusivos» como la derecha de los occidentalistas «pro­pagadores» coinciden también en absolver a Occidente en la generación de las desgracias y miserias del resto del globo: para ambos tales desgracias y miserias no son culpa de la destrucción de su hábitat y sus comunidades por Occi­dente. Para los «exclusivos» porque las víctimas son unos primates incapaces de adaptarse a una cultura superior; para la derecha «mundialista» porque esos pueblos todavía no han culminado esa reconversión occidentali­zadora que les extirpe absolutamente todos sus «viejos hábitos». Por eso hemos de combatir la confusión. Por eso hemos de desenmas­carar a los farsantes y arrancar a los pseudoidentitarios la bandera de las identi­dades.

Por eso hemos de negar rotundamente que son alternativa a los mundialistas, pues sólo les cabrea que su «tesoro» sea compartido entre los «otros» o sin exigir devociones a ciertos mitos particulares. Habiendo estado «subidos a la parra», les molesta que «los de abajo» se la muevan, bien porque emigren acá, bien porque las empresas se deslocalicen allá, bien porque sus mercaderías desplacen los productos nacionales.

Por eso que no espere nadie críticas sostenidas a la lógica del capitalismo, ni nada por el estilo, sino incitaciones de odio a otros pueblos, incurriendo en la mayor de las contradicciones, porque si dicen defen­der las identidades de los pueblos y los hechos diferenciales entre culturas ¿Porqué siempre se descubren odiando otras identidades y criminalizando justamente esos hechos diferenciales? El que dice amar la bio­diversidad ¿Cómo puede presumir de desprecio por las demás especies?

Así pues, ante cualquiera que aparezca esgrimiendo la bandera de la Identidad, hay que emplear la misma precaución radical como cuando vienen con conceptos como defensa de la Patria o de la Libertad. Desconfiar por norma, pues todas estas referencias han sido pervertidas y utilizadas como encubridoras de las razones e intereses más espurios de Occidente. Hay que ver porqué y para qué emplean todas estas ideas. Porque con la confusión se viene una segunda consecuencia: mucha gente acaba por escupir sobre todas ellas, asqueada con el sentido y el contenido que les han dado. Si nos importa la libertad, no tengamos reparo en inquirir con dureza como Lenin y Mussolini. Lenin preguntó «¿Libertad? ¿Libertad para qué?» Y Mussolini desenmascaró a «aquellos defensores de la Libertad que la reclaman y se la apropian para sí, para negár­sela a los demás». Los que levantamos la bandera de las identi­dades hemos de inquirir sin contem­placiones «¿Identidad? ¿Identidad para qué?» y ser implacables contra «aquellos defensores de la Identidad que la reclaman y se la apropian para sí, para negársela a los demás».

A. González

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