domingo, 11 de octubre de 2015

El liberalismo, enemigo principal

El liberalismo encarna la ideología dominante de la modernidad; fue la primera en aparecer y será también la última en extinguirse. En un primer momento, el pensamiento liberal permitió que lo económico cobrara autonomía frente a la moral, la política y la sociedad, en las que antes estaba inserto. En una segunda fase, el liberalismo hará del valor mercantil la instancia soberana de cualquier vida en común. El advenimiento del “reino de la cantidad” define ese trayecto que nos ha llevado desde las economías de mercado hasta las sociedades de mercado, es decir, la extensión a todos los terrenos de las leyes del intercambio mercantil, coronado por la “mano invisible”. El liberalismo, por otra parte, ha engendrado el individualismo moderno a partir de una antropología que es falsa tanto desde el punto de vista descriptivo como desde el normativo, basada en un individuo unidimensional que extrae sus “derechos imprescriptibles” de una “naturaleza” fundamentalmente no social, y al que se supone consagrado a maximizar permanentemente su mejor interés eliminando toda consideración no cuantificable y todo valor ajeno al cálculo racional.

Esta doble pulsión individualista y economicista viene acompañada por una visión “darwinista” de la vida social, donde esta última queda reducida, en última instancia, a la competencia generalizada, nueva versión de la “guerra de todos contra todos”, con el fin de seleccionar a los “mejores”. Pero la competencia “pura y perfecta” es un mito, pues las relaciones de fuerza ya existen antes de que la competición aparezca y, además, la selección competitiva no nos dice absolutamente nada sobre el valor de lo seleccionado: tan posible es que seleccione lo mejor como lo peor. La evolución selecciona a los más aptos para sobrevivir, pero precisamente el hombre no se contenta con sobrevivir, sino que ordena su vida en función de unas jerarquías de valores —y justamente aquí, en estas jerarquías de valores, el liberalismo pretende permanecer neutro.

El carácter inicuo de la dominación liberal engendró, en el siglo XIX, una legítima reacción con la aparición del movimiento socialista. Pero éste se desvió de su camino bajo la influencia de las teorías marxistas. Y pese a todo lo que les opone, liberalismo y marxismo pertenecen fundamentalmente al mismo universo, heredado del pensamiento de las Luces: el mismo individualismo de fondo, el mismo universalismo igualitario, el mismo racionalismo, la misma primacía del factor económico, la misma insistencia en el valor emancipador del trabajo, la misma fe en el progreso, la misma aspiración al fin de la historia. En muchos aspectos, el liberalismo ha realizado con mayor eficacia ciertos objetivos que compartía con el marxismo: erradicación de las identidades colectivas y de las culturas tradicionales, desencantamiento del mundo, universalización del sistema productivo…

Del mismo modo, los desmanes del mercado han producido la aparición y el reforzamiento del Estado-Providencia. En el curso de la historia, el mercado y el Estado aparecieron al mismo tiempo. El Estado buscaba someter a servidumbres fiscales los intercambios intracomunitarios no mercantiles, antes inasibles, y convertir ese espacio económico homogéneo en un instrumento de su poder. La disolución de los lazos comunitarios, provocada por la mercantilización de la vida social, hizo necesario el progresivo reforzamiento de un Estado-Providencia que paliara la desaparición de las solidaridades tradicionales mediante el recurso a la redistribución. Lejos de obstaculizar la marcha del liberalismo, estas intervenciones estatales le permitieron prosperar, pues evitaron la explosión social y, en consecuencia, garantizaron la seguridad y la estabilidad indispensables para el librecambio. Pero el Estado-Providencia, que no es más que una estructura redistributiva abstracta, anónima y opaca, ha generalizado la irresponsabilidad, transformando a los miembros de la sociedad en simples asistidos que hoy ya no reclaman tanto la rectificación del sistema liberal como la ampliación indefinida y sin contrapartidas de sus derechos.

Finalmente, el liberalismo implica la negación de la especificidad de lo político, pues éste siempre entraña arbitrariedad en la decisión y pluralidad en las finalidades. Desde este punto de vista, hablar de “política liberal” es una contradicción de términos. El liberalismo, que aspira a construir el entramado social a partir de una teoría de la elección racional que subordina la ciudadanía a la utilidad, se reduce a un ideal de gestión “científica” de la sociedad global, situándose bajo el limitado horizonte de la pericia técnica. Paralelamente, el Estado de derecho liberal, muy comúnmente sinónimo de república de los jueces, cree poder abstenerse de proponer un modelo de vida buena y aspira a neutralizar los conflictos inherentes a la diversidad de lo social echando mano de procedimientos puramente jurídicos destinados a determinar no qué es el bien, sino qué es lo justo. El espacio público se disuelve en el espacio privado, mientras la democracia representativa se reduce a un mercado donde se dan cita una oferta cada vez más restringida (giro al centro de los programas y convergencia de las políticas) y una demanda cada vez menos motivada (abstención).

En la hora de la mundialización, el liberalismo ya no se presenta como una ideología, sino como un sistema mundial de producción y reproducción de hombres y mercancías, presidido por el hipermoralismo de los derechos humanos. Bajo sus formas económica, política y moral, el liberalismo representa el bloque ideológico central de una modernidad que se acaba. Es, pues, el adversario principal de todos aquellos que trabajan por la superación del marco moderno.

Alain de Benoist y Charles Champetier 

Manifiesto por un renacimiento Europeo

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