viernes, 5 de junio de 2015

La rebelión de las masas

La rebelión de las masas puede, en efecto, ser tránsito a una nueva y sin par organización de la humanidad, pero también puede ser una catástrofe en el destino humano. No hay razón para negar la realidad del progreso; pero es preciso corregir la noción que cree seguro este progreso. Más congruente con los hechos es pensar que no hay ningún progreso seguro, ninguna evolución sin la amenaza de involución y retroceso. Todo, todo es posible en la historia — lo mismo el progreso triunfal e indefinido que la periódica regresión. Porque la vida, individual o colectiva, personal o histórica, es la única entidad del universo cuya sustancia es peligro. Se compone de peripecias. Es, rigorosamente hablando, drama.

Esto, que es verdad en general, adquiere mayor intensidad en los "momentos críticos”, como es el presente. Y así, los síntomas de nueva conducta que bajo el imperio actual de las masas van apareciendo y agrupábamos bajo el título de “acción directa”, pueden anunciar también futuras perfecciones. Es claro que toda vieja cultura arrastra en su avance tejidos caducos y no parva cargazón de materia córnea, estorbo a la vida y tóxico residuo. Hay instituciones muertas, valoraciones y respetos supervivientes y ya sin sentido, soluciones indebidamente complicadas, normas que han probado su insustancialidad. Todos estos elementos de la acción directa, de la civilización, demandan una época del frenesí simplificador. La levita y el plastrón románticos solicitan una venganza por medio del actual déshabillé y el “en mangas de camisa”. Aquí la simplificación es higiene y mejor gusto; por lo tanto, una solución más perfecta, como siempre que con menos medios se consigue más. El árbol del amor romántico exigía también una poda para que cayeran las demasiadas magnolias falsas zurcidas a sus ramas y el furor de lianas, volutas, retorcimientos e intrincaciones que no lo dejaban solearse.

En general, la vida pública, sobre todo la política, requería urgentemente una reducción a lo auténtico, y la humanidad europea no podría dar el salto elástico que el optimista reclama de ella si no se pone antes desnuda, si no se aligera hasta su pura esencialidad, hasta cumplir consigo misma. El entusiasmo que siento por esta disciplina de nudificación, de autenticidad, la conciencia de que es imprescindible para franquear el paso a un futuro estimable, me hace reivindicar plena libertad de ideador frente a todo el pasado. Es el porvenir quien debe imperar sobre el pretérito, y de él recibimos la orden para nuestra conducta frente a cuanto fue.

Pero es preciso evitar el pecado mayor de los que dirigieron el siglo XIX: la defectuosa conciencia de su responsabilidad, que les hizo no mantenerse alerta y en vigilancia. Dejarse deslizar por la pendiente favorable que presenta el curso de los acontecimientos y embotarse para la dimensión de peligro y mal cariz que aun la hora más jocunda posee, es precisamente faltar a la misión de responsable. Hoy se hace menester suscitar una hiperestesia de responsabilidad en los que sean capaces de sentirla, y parece lo más urgente subrayar el lado palmariamente funesto de los síntomas actuales.

Es indudable que en un balance diagnóstico de nuestra vida pública los factores adversos superan con mucho a los favorables, si el cálculo se hace no tanto pensando en el presente como en lo que anuncian y prometen.

Todo el crecimiento de posibilidades concretas que ha experimentado la vida corre riesgo de anularse a sí mismo al topar con el más pavoroso problema sobrevenido en el destino europeo y que de nuevo formulo: se ha apoderado de la dirección social un tipo de hombre a quien no interesan los principios de la civilización. No los de ésta o los de aquélla, sino — a lo que hoy puede juzgarse — los de ninguna. Le interesan, evidentemente, los anestésicos, los automóviles y algunas cosas más. Pero esto confirma su radical desinterés hacia la civilización. Pues esas cosas son sólo productos de ella, y el fervor que se les dedica hace resaltar más crudamente la insensibilidad para los principios de que nacen. Baste hacer constar este hecho: desde que existen las nuove scienze, las ciencias físicas — por lo tanto, desde el Renacimiento — , el entusiasmo hacia ellas había aumentado sin colapso a lo largo del tiempo. Más concretamente: el número de gentes que en proporción se dedicaban a esas puras investigaciones era mayor en cada generación. El primer caso de retroceso — repito, proporcional — se ha producido en la generación que hoy va de los veinte a los treinta. En los laboratorios de ciencia pura empieza a ser difícil atraer discípulos. Y esto acontece cuando la industria alcanza su mayor desarrollo y cuando las gentes muestran mayor apetito por el uso de aparatos y medicinas creados por la ciencia.
 

José Ortega y Gasset

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