Incendiar las naves, resbalar al abismo junto a Eneas, recorrer el mundo y sus tiempos guiados por Mefistófeles, hendir la existencia violentamente o ser un vagabundo que toca con sordina; un cruzado o un anacoreta, un héroe ávido de gloria o un labriego rendido a la creación cada alborada. Ante la vida adocenada del hombre burgués y la repulsión que nos causa su apático mecanismo, se abre una doble vía de refutación vital; dos modelos de existencia que, pese a parecer opuestos, guardan en su efectuación el respeto por la totalidad y la búsqueda de lo imperecedero.
Knut Hamsun, después de manifestar las carencias de la modernidad en obras como Pan y Hambre, escribió una sucesión de libros, Bajo las estrellas de otoño entre ellos, que ahondan en la figura del hombre de campo como antítesis de la vacuidad de la época. El retornar a la tierra, a las raíces, a las costumbres, a las rutinas; liberar la mente de falsas necesidades, compromisos y deberes; ser uno bajo el firmamento y sorprenderse cada día como rúbrica existencial. Un propósito desusado que se aviene al proselitismo que otros autores, como Thoreau o Tolstoy en su madurez, realizaron de la vida sencilla como medio de construir vínculos sólidos con lo trascendente. El ideal de esta concepción asceta se desvela en la vida monástica, en la letanía y en las formas repetidas, en la exigencia estoica, en la liberación por automatismo de toda forma accesoria, de tal manera que la mente quede desatascada y pueda acceder al todo. Una vida diligente donde la libertad se entiende como obligación y el derecho claudica ante la exigencia. El individuo vive sin asperezas, engranado en una perfección orgánica: una suerte de filósofo autodidacta que, como el teorizado por Ibn Tufayl, accede a la verdad mediante la aprehensión eidética derivada de la observación de la naturaleza. Una vida contemplativa posibilitada por un movimiento reglado y una actividad decretada; una disciplina anímica y corporal autoimpuesta que incita al saber y a la concordia.
El otro polo del binomio lo integra el héroe, el enajenado, el insaciable, y responde a un arquetipo de hombre definido por el ansia de apresar la divinidad, conquistar la grandeza. El acceso al Olimpo se logra con la vehemencia del coraje y el frenesí del guerrero. A este grupo pertenecen quienes enfocaron su estancia terrenal a lo abrumador, proyectando la redención como un sacrificio donde se purga por desgarramiento. El apetito fáustico, el ardor juvenil por alcanzar la plena realización, por vivir infinitas vidas en busca de aquel instante en el que el tiempo cesará y se hará eterno, empuja al romántico, al esteta, al idealista, a cabalgar el tigre, a batallar en empresas insensatas, a descender al corazón de las tinieblas, a destripar su esencia para encumbrar ulteriormente dicha esencia en el altar de la libación. El aventurero declina la vida acomodaticia y las cláusulas de una sociedad huera que mira el conflicto de refilón; el hombre-fáustico no aspira al bienestar, quiere combatir y abrirse camino; el intempestivo no acepta la conformidad, anhela el infinito. La vida queda marcada por una afanosa hambre de Ser, una consecución de actos en lo colosal, un envite al eterno retorno, al Instante, ese instante en el que rozaremos la divinidad y al que querremos por siempre, conquistando la salvación.
Este arrojo, que responde a la burda temática de la búsqueda de sentido, adquiere mayor hondura al percibirse como un hecho inexorablemente trágico, ya que el héroe sabe que su vida está orientada a una quimera y su anhelo es una entelequia desmedida. Con todo, es ese camino imposible hacia Dios el objeto de transmutación y el verdadero impulso hacia la plenitud del ser, que culminará con una inmolación, con un cataclismo donde el hombre dejará de ser hombre, donde uno dejará de existir y pasará a ser: la detonación de una vida en el Momento que hará a uno y a éste imperecederos.
Ambos esquemas pueden considerarse formas intempestivas de vivir en el mundo actual, pues lidian con las conjeturas racionalistas, se aparatan de los cánones validados por la masa, siendo, en la mayoría de casos, existencias inútiles de idealismo reaccionario, guiadas por valores rancios y mohosos como el orgullo, el honor, la disciplina y el sacrificio, donde palabras proscritas, anteriormente abultadas y hoy desinfladas soezmente, como alma, ser, trascendencia, dios o eternidad, sostienen el discurso y su consumación. El primer hombre enraíza y asume su terruño desde el que intentará anular su yo; el segundo lo engordará hasta la implosión, su actividad delirante tendrá como último fin rasgar el Velo de Maya y desgajar la voluntad. Sólo así reposará.
En El marino que perdió la gracia del mar, Yukio Mishima aborda la complejidad del tema mediante el dilema que arrastra el personaje central de la novela, un marinero que navega de puerto en puerto. La obra desarrolla paulatinamente la resolución vital a la que éste se ve forzado: elegir entre la dignidad del mar, alejado del firme emponzoñado, viajar a lugares recónditos, contemplar la inmensidad con la gravedad de quien abraza la vida trashumante, vagar por el orbe en una alteración continua, separado de la frivolidad y banalidad terrenales; o volver a Ítaca, finiquitar el periplo y reposar los músculos, apuntalarse y abandonar la soledad por la grata compañía de una mujer, por el abrigo afable de una familia. Si tomamos el caso con latitud y lo aproximamos a nuestro interés, puede emplearse el argumento para dilucidar los pormenores que influyen en una decisión vital, aunque para ello sea imprescindible desentrañar el final de la obra.
El marino solventa su dilema decidiéndose por la estabilidad del hogar. Su hijastro (que junto a sus camaradas de correrías conforma un coro trágico que juzga las decisiones del protagonista y, como las Erinias, venga los actos descarriados) limpia tal desliz en un ritual de expiación, mostrándole el grave error cometido, perdonando su debilidad en el sacrificio. El marino escoge tierra firme y desmonta el tigre; el tribunal lo condena por apartarse de la única vida meritoria. El desenlace remite a una de las preocupaciones más recurrentes del autor japonés: qué vida es digna de ser vivida. Parece que con el ejemplo del marino el autor rechaza la comodidad y se atrinchera en la acción, sosteniendo que en tiempos convulsos sólo se precia la armonía de la pluma y la espada. Recordemos la muerte de Mishima por sepukku y las palabras con las que afirmaba que la vida puede compendiarse en un estallido espurio, en un fuego de artificio, para entender el tipo de existencia que escogió. Mishima veneraba el fluir tradicional del pescador, las sólidas costumbres que hacían del pueblo una comunidad armónica. Por ello no pudo entregarse a esa vida en decadencia, ahogada por las efusiones de la modernidad, y fue un samurái, el mecenas de la virtud, un mártir, un héroe trágico que ensalzó la vida auténtica y natural y reclamó su potestad sobre las nuevas formas utilitaristas que drenaban el aliento del mundo.
Nos hallamos en un periodo que exige cabalgar el tigre, por lo menos tener ese atrevimiento viril, el deseo de mantenerse en pie, altivo y orgulloso, en un mundo en ruinas. No podemos exiliarnos de nuestro tiempo, no podemos apartarnos de su vileza: la vida apacible del hombre sano debe esperar a que arda Troya.
Gerard Gual
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