El intelectual prefiere a la realidad una sombra de ella. Le da miedo el acontecer humano, y por eso teje y desteje futuros ideales. De ahí su disconformidad perenne, su afán crítico, que le conduce fatalmente a hazañas infecundas. El material humano le aparece imperfecto y bruto. Hurta de él esas imperfecciones posibles, que son la vida misma del pueblo, y se queda con lo que sea de fácil sumisión al pensamiento, a su pensamiento.
El hombre de acción, el político, se identifica con el pueblo. Nada le separa de él. No aporta orbes artificiosos ni se retira a meditar antes de hacer. Eso es propio del intelectual, del mal político. Precisamente el tremendo defecto de que adolece el sistema demoliberal de elección es que el auténtico político, el hombre de acción, queda eliminado de los éxitos. En su lugar, los intelectuales –y de ellos los más ramplones y mediocres, como son los abogados– se encaraman en los puestos directivos. El sistema político demoliberal ha creado eso de los programas, falaz instrumento de la más pura cepa abogadesca.
El hombre de acción no puede ser hombre de programas. Es hombre de hoy, actual, porque la vida del pueblo palpita todos los minutos y exige en todos los momentos la atención del político.
Al intelectual se le escapa la actualidad y vive en perpetuo vaivén de futuro. De ahí eso de los programas, elegante medio de bordear los precipicios inmediatos. El intelectual es cobarde y elude con retórica la necesidad de conceder audiencia diaria al material humano auténtico, el hombre que sufre, el soldado que triunfa, el acaparador, el rebelde, el pusilánime, el enfermo, o bien la fábrica, las quiebras, el campo, la guerra, &c., &c.
Ahora bien, en un punto los intelectuales hacen alto honor a la política y sirven y completan su eficacia. En tanto en cuanto se atienen a su destino y dan sentido histórico, legalidad pudiéramos decir, a las acciones –victorias o fracasos– a que el político conduce al pueblo. Otra intervención distinta es inmoral y debe reprimirse.
Si el intelectual subvierte su función valiosa y pretende hacerse dueño de los mandos, influir en el ánimo del político para una decisión cualquiera, su crimen es de alta traición para con el Estado y para con el pueblo. En la política, el papel del intelectual es papel de servidumbre, no a un señor ni a un jefe, sino al derecho sagrado del pueblo a forjarse una grandeza. Afán que el intelectual, la mayor parte de las veces, no comprende.
La cuestión que abordamos en estas líneas es de gravedad suma aplicada a este país nuestro, que atraviesa hoy las mayores confusiones. Aquí, el intelectual sirve al pueblo platos morbosos, y busca el necio aplauso de los necios. Sabe muy bien que otra cosa no le es aceptada ni comprendida, y es sólo en el terreno de las negaciones infecundas donde halla identidad con la calle…
Extraído de "La Conquista Del Estado", por Ramiro Ledesma Ramos
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