Pues, he aquí, que desde hace siglos, la buena raza ingenua de Occidente ha abierto sus puertas a la lengua muelle de debilidad, de la enfermedad y del renunciamiento. Sin embargo, siempre han quedado rescoldos de fuego bajo las cenizas y Occidente se ha fortalecido con una contradicción que ha producido el Caballero, el Cruzado, el constructor de catedrales, el conquistador y el colonizador. La palabra dulce, la acción violenta. La cruz y la espada. Al lado del clérigo refunfuñante, el soldado de Cristo. El pagano había crucificado, en suma a uno de los nuestros, y debía, bien pagar duramente el precio de esta muerte, bien enterrar al que habían martirizado. El corazón puro, el alma dura, tal era el soldado cristiano, eterno vengador, rompiendo cuerpos o vendimiando almas. Se produjo, desde entonces, que hizo nuestra fuerza y proyectó nuestro impulso, el del heroísmo y la fe. Y siempre me impresionó la frase de Clodoveo a quien Remigio, obispo de Reims, se aplicaba dulcemente en convertir. El rudo bárbaro es dócil y escucha la bella historia que le cuenta el obispo. Decididamente, le gusta este Jesús tan amable, nacido del Cielo y de una virgen, y autor de milagros.
El bárbaro se estremece. Remigio prosigue con su historia y cuenta con voz entrecortada el arresto y el martirio del Dios. Llega la crucifixión. Los clavos se hunden en las manos. El rey es coronado de espinas. Entonces Clodoveo no puede contener más. Se levanta llorando, y grita con voz de trueno: “¡Ah obispo si hubiera estado yo allí con mis francos!”, he aquí la frase sublime de Occidente, cristiano y bárbaro a la vez, bueno y salvaje, sumiso a su Dios pero terrible para defender el trono divino. Su ideal: el caballero cristiano. Su personificación: Godofredo de Bouillon, en él confluyeron todas las virtudes. Así durante siglos, sobre la riqueza del viejo fondo bárbaro, sobre esta roca de santa violencia, el cristianismo, religión importada, erigió sus altares iluminados y sus templos floridos. Fue la coartada de dulzura de nuestra fuerza en expansión. Le designó objetivos, enemigos, tierras, horizontes hacia los cuales, ardiendo de violencia pagana y ardor místico nos abalanzamos. Y los clérigos, cómplices, bendecían nuestras victorias y cantaban nuestras alabanzas, sobre tierra conquistada, al Dios de la dulzura y al señor de la cólera. Ese doble reino era algo muy bueno y un excelente equilibrio, la fuerza tenía su mística: la mística se robustecía en su fuerza. Se podía ser atleta y cristiano. Y esculpir rosas de hierro. Y golpear con una cruz la cabeza del infiel.
“¡Ah, obispo si yo hubiera estado allí con mis paracaidistas y mis legionarios!” ¡Desgraciado, qué estás diciendo, te estás equivocando de época! Hoy ya no se trata de golpear, y una fe ya no se impone.
“¡Si obispo, se impone!”. Si me das un Dios, quiero creer en él, y atreverme a pasear su trono por las calles y por los reinos. Quiero mostrarlo a todos y ¡malhaya el que no se descubra a su paso!, yo no puedo creer en Él en el secreto y la vergüenza tímida. Yo exijo su reino. Yo debo –porque es el mío y es el mejor- vendimiar almas para él y conquistar tierras en las que construiré sus altares. O entonces, obispo, dejaré de creer si debo huir y esconderme con Él. Si no soy su soldado, obispo, toma mi espada y mi cinturón y déjame en paz con tus padrenuestros. Vestido de paisano, iré a inscribirme en un partido; el comunista por ejemplo. O bien leeré libros tan aburridos, del señor Marx y del señor Freud. Según dicen tienen explicaciones para mis comportamientos de bruto. “desgraciado, desgraciado ¿y el amor?”… Obispo, yo no quiero tu amor que se arrodilla y ofrece la garganta al verdugo. He aprendido demasiado a amar de diferentes maneras…” ¡Ah! ¿Cómo, hijo extraviado, has aprendido a amar?”… ¿Pero es esto posible?”…Sí; al enemigo le venzo, luego le levanto y le amo”.
Toda civilización se hunde cuando se divorcian su violencia y su fe, su fuerza y su mística. Cuando sus defensores continúan montando la guardia en las torres, pero oyen, en los cabarets de la ciudad, al pueblo que se mofa de ellos, entonces sacan la cantimplora y se emborrachan. ¡Y que el enemigo entre! ¿Por qué no?, no hay nada peor que dejar de ser digno de ser libre y adoptar el paso del cangrejo y la risa babosa del ilota. No hay peor desgracia que merecer su propia desgracia…”
Jean Cau.
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