viernes, 27 de noviembre de 2015

¿Ser revolucionario?


¿Ser revolucionario?:

¡Cómo no serlo! Existir es desafiar todo lo que te amenaza. Ser rebelde no es acumular una biblioteca de libros subversivos o soñar con conspiraciones fantásticas o con echarse al monte. Es crear tu propia ley. Encontrar en ti lo que vale únicamente. Asegurarse de que nunca te “curarás” de tu juventud. Preferir alzar a todo el mundo contra los muros antes que permanecer tumbado. Tomar todo aquello que puede ser convertido en tu ley, sin preocuparse de las apariencias.





Dominiqe Venner

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Escritores malditos (III)


En un frío amanecer del 6 de febrero de 1945, el escritor, dramaturgo y periodista Robert Brasillach fue fusilado por orden del general Charles de Gaulle. Tenía 36 años. La acusación: colaboracionismo con los ocupantes alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Nacido en 1909 y de origen catalán, Brasillach integra el trío de escritores “malditos” junto con Louis Ferdinand Céline y Pierre Drieu la Rochelle.

Como ellos, no escapó a la revancha impiadosa que los vencedores –cuando son enanos de espíritu– reservan a los vencidos, cuando tienen estatura intelectual.

El primero revolucionó la literatura con su novela Viaje al fin de la noche y fue definido como “el profeta de la decadencia europea”. Exiliado, encarcelado en Dinamarca y condenado al ostracismo a su regreso a Francia, murió ejerciendo su profesión de médico en hospitales para pobres. Recién ahora se reeditan sus novelas, que –según los críticos– despliegan “anárquica expresividad”, “pesimismo radical” y “nihilismo deslumbrante”.

Drieu la Rochelle se adelantó al destino: se suicidó. Un tiempo antes, redactó notas premonitorias: “Cuando uno inicia una aventura es necesario llegar hasta el fin y sufrir todas sus consecuencias”. Y también: “No se es víctima cuando se es héroe”.

Los tres combatieron en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial. Brasillach quizá sea el menos conocido de este trágico terceto. Recién egresado de la carrera de Filosofía, publicó libros de teatro y poesía. Junto con su cuñado –Maurice Bardèche, profesor y crítico de literatura– redactó una voluminosa Historia del cine (1935), cuando ambos tenían 26 años, y una Historia de la guerra de España (1939), una de las primeras sobre el enfrentamiento civil.

No había cumplido tres décadas de vida cuando Brasillach ya era editor de la sección literaria del diario Action Française, del nacionalista monárquico ultracatólico Charles Maurras. Luego, se une al diario nacionalista Je suis Partout, en el que también colaboran los jóvenes Céline y Drieu la Rochelle.


En 1936, el Frente Popular –una coalición de socialistas, comunistas y liberales– ganó las elecciones y el director de Je suis Partout, atemorizado por la posibilidad de represalias, renunció. La veintena de jóvenes redactores creó al año siguiente una cooperativa, caso excepcional en la prensa de ese tiempo, a la que denominaron “el soviet”, y eligieron director a Brasillach.

La publicación se convirtió en portavoz del fascismo internacional. Los seguidores italianos de Mussolini, los falangistas españoles y la Guardia de Hierro rumana, por ejemplo, tuvieron más espacio en Je suis partout que en los periódicos de sus propios países. Brasillach apunta sus dardos contra a los siete “poderes internacionales que dominan el mundo”: el comunismo, la socialdemocracia, la Iglesia católica, el protestantismo, la masonería, los trusts económicos y el judaísmo. Louis Ferdinand Céline también publicó textos contra los judíos.

En 1939 estalló la Segunda Guerra Mundial y, paradójicamente, muchos de los miembros de Je suis partout se alistaron en el ejército para combatir a los alemanes. Por el momento, el patriotismo puede más; después, todo cambia. Brasillach se enroló en 1940, cayó prisionero y fue enviado a un campo de concentración. Salió en libertad en marzo de 1941.

En junio de ese año, publicó Journal d' un homme occupé, en el que afirmaba: “Esta guerra tiene que tener un sentido. Lo tiene para Alemania. Lo va a tener para Europa. Lo tendrá también, debe tenerlo, para nosotros”. Bajo la ocupación alemana, Je suis partout editó 300 mil ejemplares.

Brasillach abandonó la dirección del periódico en agosto de 1943. Un año más tarde, las fuerzas aliadas entraron a París y la publicación dejó de salir. Sus redactores fueron capturados. Unos murieron fusilados y otros terminaron condenados a trabajos forzados. Algunos lograron refugiarse en la España franquista.

El escritor se entregó voluntariamente porque la Resistencia Francesa detuvo a su madre y su hermana. El 19 de enero de 1945, comenzó el juicio: no hubo etapa de instrucción, se efectuó un único interrogatorio y, como piezas acusatorias, se exhibieron sus artículos. El jurado lo condenó a muerte.

La novelista Simone de Beauvoir siguió de cerca el juicio a Brasillach y consideró que fue “un juzgamiento simbólico, no judicial”. Casi todos los intelectuales franceses antinazis enviaron al general Charles de Gaulle –sin éxito– una solicitud de clemencia: Albert Camus, Jean Cocteau, André Malraux, François Mauriac, Paul Valéry...

Brasillach transformó la espera del pelotón de fusilamiento en horas fecundas. Redactó Cartas escritas en prisión y Poemas de Fresnes, considerado su testamento literario. En cierta forma, recuerda al periodista Julius Fucik, patriota checoslovaco ejecutado por la Gestapo el 8 de septiembre de 1943 y autor del conmovedor Reportaje al pie del patíbulo, traducido a ochenta idiomas. Separados por idioma, geografía e ideología, uno y otro escriben en sus celdas mientras esperan la muerte. Y por extraña coincidencia ambos convocan a la alegría.
El 9 de junio de 1943, Fucik traza las últimas líneas de su manuscrito: “Y lo repito una vez más: por la alegría hemos vivido, por la alegría hemos ido al combate, por la alegría morimos. Que la tristeza nunca sea asociada mi nombre”.

“Encerrado entre cuatro muros de cemento y sin más esperanza que la de morir bien”, como lo describe el dramaturgo Jean Anouilh, Brasillach redacta párrafos como los que siguen: “No pierdas la sonrisa ni siquiera cuando te vayan a ejecutar. La vida es una broma de mal gusto; en vez de centrarte en el «mal gusto», céntrate en la «broma». Si buscas justicia en vez de tranquilidad en este mundo democrático, suicídate. Para vivir hoy hay que saber reírse de la estúpida realidad”.

Robert Brasillach es autor de Presencia de Virgilio (1931), El proceso a Juana de Arco (1932), El hijo de la noche (1934), Los cadetes del Alcázar (1936), Los siete colores (1939), La conquistadora (1943) y Poemas (1944). Luego de su muerte se publicaron Carta a un soldado de la clase 60 (1946), Antología de la poesía griega (1950), Berenice (1954), El París de Balzac (1984) y Hugo y el snobismo revolucionario (1985). Años más tarde, en su libro The Collaborator, la historiadora inglesa Alice Kaplan lo calificará como “el James Dean del fascismo francés”.

En los últimos años muchos críticos literarios “descubrieron”, tardíamente, que Brasillach fue puesto de espaldas al paredón de fusilamiento por su filosa capacidad intelectual más que por sus “crímenes de guerra”. Lo cierto es que no cometió ninguno: no delató, no torturó, no asesinó a nadie. Sus principales armas fueron la palabra y la escritura.

En un artículo titulado, precisamente, “El James Dean del fascismo francés”, el periodista y escritor mexicano José Luis Durán King se pregunta: “¿Por qué un escritor fue culpado por lo que ocurrió en Francia entre los años 1940 y 1945? ¿Por qué este escritor y no los otros? ¿Cuándo las palabras son al mismo tiempo nociones y acciones? ¿Merecía Brasillach morir por sus palabras?”. Y más adelante responde: “Es difícil aceptar sin perder el aplomo que alguien merezca ser enviado al cadalso por sus discursos”. Y quizá es por eso que Durán King recuerda que “sólo en Francia –se rumoraba en aquella época– el mal uso de las palabras puede conducir a la picota”.

Uno de los versos del tango “La última curda” (letra de Cátulo Castillo y música de Aníbal Troilo, 1956) dice que “la vida es una herida absurda”. Buen epitafio para este filósofo, dramaturgo y poeta cuyo “crimen” –literalmente imperdonable– fue pensar diferente.




Giselle Dexter y Roberto Bardini

martes, 24 de noviembre de 2015

Escritores malditos (II)


“Yo era débil, profundamente débil. Hijo de pequeños burgueses atemorizados, pusilánimes. En mi infancia soñaba con una vida sosegada, confinada. He tenido siempre miedo de todo”, narra Pierre Drieu la Rochelle, nacido en 1893.
Novelista, cuentista, poeta, ensayista y crítico, está convencido de que “hay una inmensa burguesía que lo absorbe todo y que engulle a los aristócratas, los campesinos, los obreros: la burguesía, instrumento de la democracia, ese inmenso pantano pútrido fuera del cual ya no se encuentra nada”. Y también considera: “La extrema civilización engendra la extrema barbarie”.

El joven que tenía “miedo de todo”, combate con valor en la Primera Guerra Mundial; así lo demuestran sus heridas y condecoraciones. Al regresar de ese frente de batalla descrito magistralmente –desde distintas perspectivas– por su compatriota Louis Ferninand Céline en Viaje al fin de la noche y por el alemán Ernst Jünger en Tempestades de acero, Drieu la Rochelle se acerca a la Acción Francesa. Pero a diferencia de la mayor parte de los intelectuales fascistas franceses, él sólo tiene esporádicos contactos con el grupo de Charles Maurras. Prefiere las relaciones con artistas surrealistas y simpatizantes del comunismo, como Louis Aragón y André Breton. Y a pesar de su declarado racismo, muchos de sus amigos son judíos a los que protege.

Entre sus primeros ensayos políticos se cuentan El joven europeo (1927), Ginebra o Moscú (1928), Europa contra las patrias (1931) y Socialismo fascista (1934). Sus creaciones literarias incluyen El hombre cubierto de mujeres, Gilles, Estado civil, Agente doble, Diario de un hombre engañado, El hombre a caballo, Una mujer en la ventana, Relato secreto, El fuego fatuo y Exordio, además de Memorias de Dirk Raspe y Diarios, que no alcanzó a terminar.

En uno de aquellos enfrentamientos de trinchera a trinchera, Drieu intercambió balazos con Jünger, entonces joven teniente alemán, muchas más veces herido y condecorado. Ambos se enterarán del episodio después y reconstruirán el hecho, en conversación de caballeros en París, en tiempos de ocupación militar y colaboracionismo civil. Durante la Segunda Guerra, Jünger vestirá nuevamente uniforme, esta vez con el grado de oficial superior. Aplacados sus ímpetus guerreros, el autor de Tempestades de acero preferirá –antes que aburridas reuniones con sus rígidos camaradas de armas– las cultas tertulias en las que se charla de historia, literatura y poesía. Drieu la Rochelle, Luis Ferdinand Céline y Robert Brasillach serán sus interlocutores preferidos.

Drieu relata experiencias que resultan interesantes para Jünger. El ex combatiente francés visitó Argentina en 1933, donde dio conferencias en el aristocrático Jockey Club, conoció a Jorge Luis Borges –otro escritor contradictorio y torturado– y se convirtió en uno de los primeros críticos en reconocer su talento. En agosto de ese año publicó un elogioso comentario sobre la erudición del escritor argentino –que entonces tenía 33 años– en la revista Megáfono, en el que declara que Borges vaut le voyage (“Borges vale el viaje”). Pero su relación más intensa en Buenos Aires fue con Victoria Ocampo, directora durante cuarenta años de la revista cultural Sur.

Hermosa, inteligente y culta, Victoria Ocampo (1890-1979), fue la primera de seis hijas de un matrimonio de la clase alta argentina. Educada desde niña por una institutriz francesa y otra inglesa, practicó esos idiomas en las largas estadías familiares en Europa y los dominó perfectamente. Su padre acostumbraba a viajar con dos vacas en el barco, para que las hijas bebieran leche fresca en el largo viaje a través del Atlántico. En una aristocrática familia de fines del siglo XIX, la vida de una joven estaba tradicionalmente reglamentada. Su destino estaba escrito en manuales de buenas maneras, repetido en costumbres de época; naipes descubiertos que no dejaban lugar al azar ni a lo imprevisto. Victoria rompió todas las reglas de la época y, a pesar de su conservadurismo, fue “vanguardista”. Carina Blixen escribe En “La vaca más hermosa de la Pampa” (El País, Montevideo, primero de noviembre de 2002):


Pierre Drieu La Rochelle, a quien Victoria conoció en París en 1929, escritor conflictivo que apoyará la ocupación nazi en Francia y que pondrá fin a su vida cuando la liberación de París, fue su amante. La llama su “hermosa novilla”, en culta referencia a Homero, o “la vaca más hermosa de la pampa”. La ironía forma parte de la irreverencia del trato amoroso, pero no oculta la puesta en lugar. Drieu, torturado y sagaz, a quien Borges recuerda como “muy inteligente”, también se consideraba la “distracción de Madame Ocampo”.

Los colaboradores más asiduos de Sur fueron Adolfo Bioy Casares, Eduardo Mallea, Gabriela Mistral, Octavio Paz, Alfonso Reyes y el mismo Borges. En sus páginas se publicaron –en muchos casos por primera vez para lectores argentinos, hispanoamericanos e incluso españoles– excelentes traducciones de autores extranjeros, como Albert Camus, T. S. Eliot, William Faulkner, Graham Greene, Aldous Huxley, William Joyce, Carl Jung, André Malraux, Alberto Moravia, Dylan Thomas y Virginia Woolf. Sur también dejó testimonio de los tiempos, tensiones y antagonismos que le tocó vivir durante cuatro décadas: liberalismo-totalitarismo, universalismo-nacionalismo, elitismo-populismo. El escritor argentino Ricardo Güiraldes era dueño de lo que en Argentina se conoce como “estancia”, una gran extensión de tierra dedicada fundamentalmente a la ganadería. Se llamaba La porteña y estaba ubicada en San Antonio de Areco, al norte de la provincia de Buenos Aires. El capataz era Segundo Ramírez Sombra, un gaucho de la provincia de Santa Fe, al que Güiraldes tomó como modelo para la novela campestre Don Segundo Sombra. Según Borges, “con buen sentido literario, omitió el Ramírez que no dice nada y así quedó Don Segundo Sombra. Que está muy bien, porque Segundo presupone un primero y Sombra presupone una forma que la proyecta”. El personaje se hizo famoso, y Güiraldes llevó a su campo a Drieu La Rochelle y otros escritores, como José Ortega y Gasset, para que lo conocieran.

Al año siguiente de su visita a Argentina, ya de regreso en París, Drieu participa en los disturbios callejeros –e intento de golpe de Estado­– en protesta por el “caso Stavisky”, un escándalo de corrupción que compromete al gobierno. Francia está sumergida en un pantano político, social y, si se hurga un poco más, también ético. El régimen está totalmente desacreditado (de 1933 a 1940 se suceden 15 gobiernos). El sistema constitucional es débil; el Parlamento, ineficaz. El poder es apenas formal: carece de prestigio y autoridad moral. La gota que derrama el vaso es la revelación de que algunos banqueros sobornan a políticos y funcionarios.

Entre ellos se encuentra uno de origen judío: Serge Alexander Stavisky. Se descubre que este hombre de negocios reparte dinero a conservadores, liberales y socialistas, a representantes de la burguesía y la policía. En enero de 1934, Stavisky se suicida –muy misteriosamente– en la cárcel de Bayona. Del 6 al 9 de febrero, nacionalistas y comunistas salen a protestar violentamente en las calles. A partir de esos hechos, Drieu considera que es posible generar un nacionalismo con banderas sociales y revolucionarias, un nuevo movimiento distante de la calcificada, reumática y prostática Acción Francesa dirigida por el monárquico Charles Maurras. Ese año, Drieu publica Socialismo fascista.

Acerca de las ideas políticas de los escritores colaboracionistas, un “Frente Antisistema” virtual que divulga estudios sobre el fascismo en Internet, cita a un tal M. Paltier, quien razona: “Tres hombres tan distintos el uno del otro como Drieu, Céline o Brasillach, ¿pueden «comulgar» en un mismo altar? Dentro de esta generación, Drieu representa sin duda el papel de «fascista de izquierda»”.

“La oposición al capitalismo fue el primero de todos sus temas. La idea de una federación de estados europeos, el segundo”, puntualiza Alistair Hamilton en La ilusión del fascismo. El historiador alemán Ernst Nolte, alumno de Heidegger y autor de La disputa de los historiadores, afirma que los fascistas franceses figuran entre los pocos que renovaron las doctrinas desarrolladas en esa época desde Italia o Alemania. Armin Mohler, secretario particular de Ernst Jünger hasta 1953 y autor de La revolución conservadora en Alemania - 1918-1932, cataloga a Drieu como “la más importante figura de la generación fascista” francesa.

Como Céline, casi al final de la guerra Drieu también reflexiona amarga y autocríticamente sobre los errores que cometió el fascismo y que lo arrastraron a la derrota. Según él, son tres: llevó la guerra en forma clásica en lugar de hacerlo como “guerra revolucionaria”, frenó la “revolución social” y no supo construir el “europeismo”.

En 1944 escribe acerca del nacionalsocialismo: “Esta revolución no fue llevada hasta sus últimas consecuencias en ningún campo (...). Ha respetado en medida exagerada al personal del régimen capitalista y de la Reichswher [el ejército alemán tradicional]. Se ha demostrado incapaz de transformar una guerra de conquista en una guerra revolucionaria”. ¿De estas afirmaciones se desprende que los que traicionaron a Hitler fueron los generales convencionales, los empresarios, los industriales y los operadores financieros, los mismos enemigos –a final de cuentas– del marxismo o las corrientes populares en cualquier país del mundo? “La incapacidad alemana, la incapacidad fascista, es incapacidad europea”, se lamenta Drieu.

En un portal de Internet llamado Línea de sombra, Fernando Márquez, su creador, dice que Drieu tuvo “el alma de un burgués en rebeldía contra sí mismo” y fue “un antihéroe con ínfulas de titán que se agitaba marcado por un destino trágico”. Medida de Francia , uno de sus primeros ensayos, contiene profecías casi alucinantes. Muchas de ellas podrían haber sido escritas hoy mismo, describiendo el final del siglo XX: “Europa se federará, o se devorará o será devorada (...). Ya no hay más que categorías económicas, sin distinciones espirituales, sin diferencias en las costumbres (...). Ya no hay más que «modernos», gentes en los negocios, gentes con beneficio o con salario, que sólo piensan en eso y que no discuten más que de eso. Todos carecen de pasiones, son presa de los vicios correspondientes (...); se pasean satisfechos por el universo de baratija en que se ha convertido el mundo moderno, donde muy pronto no penetrará ningún brillo espiritual”. Fernando Márquez afirma:


Drieu acabó por dar el salto hacia adelante, asumiendo una dinámica totalmente rupturista, abandonando lastres mundanos en pulsión ascética. Abrazado a la ilusión de una izquierda arraigada, ecológica, con tierra, con sangre, con memoria, creyó encontrar esa izquierda hipotética en el fascismo (“Hay que ser fascista, porque el fascismo es la única forma de comunismo que pueden asimilar las nacioncitas envejecidas de Occidente”, frase no exenta de miga si pensamos en cómo nunca ha triunfado en Europa Occidental un régimen comunista, en contraste con la Europa del Este).

Cuando relata su participación en las protestas por el caso Stavisky, en febrero de 1934, en las que se movilizaron activistas del Partido Comunista y grupos nacionalistas, Drieu parece bastante alejado del fascismo: “Comunistas, patriotas, no es lo mismo... Y, sin embargo, estaban muy cerca los unos de los otros. En determinado momento, a eso de las diez del martes, en la rue Royale, la multitud que se precipitaba hacia la plaza de la Concordia para sufrir la gran descarga de las once cantaba lo mismo La Marsellesa que La Internacional. Me habría gustado que aquel momento durara siempre (...). Ahora me juntaré con cualquiera que eche este régimen al suelo, con cualquiera, con cualquier condición”. En la novela Gilles, Drieu escribe: “ Nada se hace sino en la sangre. Hay que morir sin cesar para renacer sin cesar”. En Estado civil, memorias de infancia, recuerda: “Cada noche, durante años, esperaba encontrarme al día siguiente distinto de como me había acostado, impaciente con el yugo de mi debilidad, resuelto por fin a ejercer el maravilloso poder de la voluntad”. Y en el cuento Agente doble desafía: “En fin, matadme, soy eterno”. Dedica un texto al suicidio, Relato secreto: “No creía en absoluto, al matarme, hallarme en contradicción con la idea de inmortalidad que siempre había sentido viva en mí”.

Fernando Márquez también menciona el “período judío” de Drieu en los agitados años 20: esposa judía, amantes judías, amigos judíos de la alta y media burguesía. Y cita al crítico Bernard Frank, colaborador de Le Nouvel Observateur , autor de artículos sobre Jean Paul Sartre y André Malraux: “Drieu forma parte de esa familia espiritual que podríamos llamar «enjudiados». Tienen relaciones bastante especiales con los judíos, casi carnales. Drieu tuvo una mujer judía y un montón de amigos judíos. Probablemente se sentía bien con ellos. Y viceversa. Tenían en común ese gusto por charlas metafísicas y de dinero”. Por eso su posterior antijudaísmo resulta tan perturbador: contradice el dicho acerca de que “el antijudío odia lo que no conoce”. Pero “hasta su antijudaísmo es heterodoxo respecto al de otros fascistas”, observa Márquez:

“Lo que menos me gusta de los judíos es que son burgueses y transforman en burgués todo aquello que tocan”. Y que hace, del Drieu visto a sí mismo (con disgusto) como judío honorario, émulo anímico de tantos judíos auténticos que, hoy como ayer, critican y han criticado frontalmente su estereotipo social. [Como el cantante] Leonard Cohen estudioso de la Cábala y alérgico al Talmud, profundamente crítico con los desmanes sionistas y cuyo detonante para lanzarse a interpretar sus propias canciones fue la teutónica Nico (...) o Noam Chomsky, responsable de la frase más dura dicha jamás sobre el destino final del estado israelí: “Ganarán todas las batallas, menos la última”.

Durante la ocupación alemana, Drieu es “colaborador y resistente a la vez”, dice Márquez. Recuerda a los olvidadizos que, como director de la Nouvelle Revue Francaise, se atrevió a convertirse en “paraguas protector de escritores desafectos y de origen judío”. El propio Drieu relata, como si se encogiera de hombros: “Los amigos judíos que he ocultado están en la cárcel o han huido. Me ocupo de ellos y les hago algún que otro favor. No veo contradicción alguna en ello. Acaso la contradicción de los sentimientos individuales y de las ideas generales es el principio mismo de toda humanidad. Se es humano en la medida en que le hacemos trampas a nuestros dogmas”. Y algo más para tomar en cuenta:

Sus artículos cada vez más críticos contra el Reich, que le harán objeto de amenazas de muerte por parte de las autoridades alemanas: “Ha escrito usted un artículo a sabiendas de que no iba a salir. No es la primera vez. Quizá pretende usted que le fusilemos. Si continúa enviando artículos de este tipo, no sólo le fusilaremos a usted, sino a toda la redacción del periódico”. Su stalinismo de los últimos tiempos: “Lenin y Stalin se parecen más a la crudeza de Nietzsche que Hitler” (...). El texto Exordio, pensado para ser leído ante un tribunal que lo juzgase: “Sí, soy un traidor. Sí, he estado en inteligencia con el enemigo. Yo aporté al enemigo la inteligencia francesa. Si ese enemigo no fue inteligente, no es culpa mía. Sí, yo no soy un patriota corriente, un nacionalista cerrado: soy un internacionalista. No sólo soy un francés, soy un europeo. Vosotros también lo sois, lo sepáis o no. Pero hemos jugado y he perdido yo. Reclamo la muerte”. (...) Vivió hasta el final su condición de “agente doble” (...): “Siempre me ha gustado juntar y mezclar los problemas contradictorios: nación y Europa, socialismo y aristocracia, libertad y autoridad, misticismo y anticlericalismo”.

“Creo en el comunismo”, finalmente En agosto de 1944, Drieu intenta suicidarse dos veces: la primera, con luminal; la segunda, ya en el hospital, cortándose las venas. Fiel a sí mismo, había escrito: “Me gustaría formar parte de la cofradía de los suicidas. Finalmente, es una noble cofradía”. Luego de esas dos tentativas, escribe los últimos párrafos de sus Diarios. No consigue concluir las Memorias de Dirk Raspe, pero deja en claro que “la política me interesa poco porque creo que el destino ya está trazado”. Y confiesa sin una pizca de lamentación: “Nunca volveré a encontrarme en el estado maravilloso en que viví los últimos meses antes del suicidio. Yo, que estaba tan poco versado en cuestiones de mística, encontré un método bastante bueno para un ascetismo brutal”.

En sus Diarios especula: “Moriré a manos de los comunistas, prefiero que me maten ellos en lugar de los milicianos gaullistas. Pero creo en el comunismo, y me doy cuenta muy tarde de la insuficiencia del fascismo. Por lo demás, consideraba el fascismo sólo como una etapa hacia el comunismo. Pero es imposible convertirse en comunista: en la práctica, se opone a ello mi esencia burguesa”.

Pero no lo matan ni los comunistas ni los gaullistas, quienes hubieran competido por ejecutarlo gustosamente. Él mismo se les adelanta a unos y a otros. La tercera es la vencida: un día de marzo de 1945, Pierre Drieu la Rochelle traga el contenido de tres tubos de somníferos y, por si acaso, respira todo el gas que puede en la cocina. Un tiempo antes, ha escrito: “Cuando uno inicia una aventura es necesario llegar hasta el fin y sufrir todas sus consecuencias”. Y también: “No se es víctima cuando se es héroe”. Tiene 45 años. 




Giselle Dexter y Roberto Bardini

Escritores malditos (I)


«Rencorosos, dóciles, violados, robados, con las tripas fuera y siempre jodidos (...) Hemos nacidos fieles y así morimos».

El autor de esta frase es un médico, físico y viajero francés a quien nadie conoce por su verdadero apellido: Destouches. En cambio, los ambientes literarios y culturales de todo el mundo reconocen su talento magistral como escritor bajo el nombre que eligió para entrar -sin saberlo, entonces- por la puerta grande de la literatura: Louis Ferdinand Céline (1884-1961). La frase citada pertenece, precisamente, a la obra que lo consagró internacionalmente: Viaje al fin de la noche. Céline sucumbió, junto con un grupo de jóvenes y talentosos intelectuales franceses, a lo que Benito Mussolini llamó «la tentación fascista», en el período que va de la Primera a la Segunda Guerra mundiales. Este «pecado», con variantes, también se dio en Bélgica, Holanda, Noruega, Finlandia, Croacia, Polonia y Hungría. Ninguno de estos países, sin embargo, contó con una congregación de autores tan brillante, trágica y malograda como la de Francia. Entre sus principales exponentes figuran, entre otros, Pierre Drieu la Rochelle y Robert Brasillach. A todos ellos se les aplicó, según los casos, la ley del «encierro, destierro o entierro»; todos ellos recibieron el despectivo apodo de colabos, es decir colaboracionistas» con el enemigo.

Una intelectual italiana antifascista y feminista, María Antonietta Machiochi, define a Céline como «el más genial de los escritores nazifascistas». A muchos historiadores, literatos y críticos les resulta muy difícil digerir esta doble realidad que incluye el reconocimiento a su genialidad como escritor y su identidad «políticamente incorrecta». Y, por si fuera poco, hay que agregar una faceta más: su rabioso antijudaísmo.

Lo cierto es que no existe polémica acerca de su talento. Casi todos los prólogos a sus obras incluyen -junto con el repudio a su elección ideológica- las alabanzas al estilo literario: «escritura hablada», «anárquica expresividad», «grafía desquiciada». Entre las etiquetas también hay que incluir «absoluto cinismo», «pesimismo radical», «nihilismo deslumbrante». Sus admiradores políticos, incluso, lo llaman «el profeta de la decadencia europea»... Y se podría continuar.

Uno de sus adversarios políticos, Jean Paul Sartre, quien antes de convertirse en filósofo existencialista había sido simpatizante comunista, escribe en 1946: «Tal vez Céline sea el único que permanezca de todos nosotros». Etienne Lalou, novelista, cronista de L’Express y productor de radio y televisión, dice: «Céline ha restituido al francés hablado sus títulos de nobleza y, sin él, una parte de la literatura moderna no sería lo que es». Lalou, un creador distante del nazismo y el fascismo, lo llama «uno de los gigantes de nuestra época».

Céline es voluntario en la Primera Guerra Mundial, de la que regresa con el 75 por ciento de su cuerpo mutilado. Al terminar el conflicto, comienza a estudiar medicina. Egresa en 1924, con una tesis sobre el médico húngaro Felipe Ignacio Semmelweis (1818-1865), a quien un colega contemporáneo definió como «un poeta de la bondad». Esa tesis se convertirá en 1937 en Semmelweis, una bella biografía sobre el investigador que luchó contra la fiebre puerperal hasta el último día de su vida. En la nota preliminar de este libro, el novelista español Juan García Hortelano (1928-1992) escribe:


«La agresividad, componente indispensable de la obra maestra, alcanza en Céline al universo entero y verdadero. En el caos, el asesinato, la injusticia, el terror y la debilidad juegan la partida; el que pueda envidar, gana; sólo perderán los débiles, para quienes la opción se limita a la fuga o la muerte. Céline, en absoluto partidario del suicidio, es el primer escapista que, refractario a la mentira, no huye. Tampoco se apiada (...). Destruye el mundo, minuciosamente (...), con el arma que supo manejar. Céline es un lenguaje nuevo. Del francés hablado, mal hablado, destiló un sistema de ruptura de la lengua, en el que reside toda su gloria».

Recién recibido de médico, Céline se alista en la marina. De 1924 a 1928 integra misiones de la Sociedad de Naciones (antecesora de la ONU) en África y Estados Unidos. Por su cuenta, visita la Unión Soviética. Al regreso a Francia, trabaja en una clínica estatal en Clichy, un suburbio al norte de París, donde prácticamente sólo atiende a pobres. En 1940, se presenta nuevamente al ejército como voluntario pero es rechazado por las secuelas de sus heridas anteriores.

Su obra incluye los siguientes títulos: Viaje al fin de la noche (1932), Muerte a crédito (1936), Mea Culpa (publicado luego de su regreso de la Unión Soviética, 1936), Bagatelles pour un massacre (1937), L'école des cadavres (1938), Les Beaux Draps (1941), Guignol's Band (1943), Casse Pipe (1949), Feerie pour une autre fois (1952), De un castillo a otro (1957), Norte (1960) y Rigodon, publicada después de su muerte.

Con Viaje al fin de la noche gana el premio Renaudout. Ferdinand Bardamu, el protagonista de la novela, es un héroe desilusionado y castigado que vive experiencias extremas, siempre al borde del abismo: herido en la Primera Guerra, enamorado de una prostituta sin futuro, víctima de un trabajo embrutecedor en las colonias francesas en África, perseguidor del «sueño americano» -que no se parece al del publicitado mito- y de nuevo en Francia como médico rural de campesinos miserables.

Las reflexiones de Viaje al fin de la noche sobre la condición humana son amargas. Robert Saladrigas escribe en «Céline, el recluso de Dinamarca» (La Vanguardia, Cataluña, 24 de julio de 2002): «Novela única, irreductible, salvaje; un sólido monumento literario contra el que nada han podido el tiempo, los tifones de la historia ni la aberrante ideología de quien la escribió con un talento que desborda cualquier esquema en el que se pretenda encajarla. Es difícil no pensar en una poderosísima creación de la naturaleza que resulta literalmente abrumadora». En Viaje al fin de la noche se lee:

«Los hombres se aferran a sus cochinos recuerdos, a todas sus desgracias, y no se les puede sacar de ahí. Con eso ocupan el alma. Se vengan de la injusticia de su presente revolviendo en su interior la mierda del porvenir. Justos y cobardes que son todos, en el fondo. Es su naturaleza. (...) Os lo digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados, siempre empapados de sudor; os lo advierto: cuando los grandes de este mundo empiezan a amarlos es porque van a convertirlos en carne de cañón».

En Bagatelles pour un massacre, Céline afirma que «Francia es una colonia del poder internacional judío» y dice que le gustaría aliarse con Hitler. «Él no ha dicho nada contra los bretones o los flamencos. Nada de nada. Sólo se ha referido a los judíos, porque no le gustan los judíos. Tampoco a mí». Luego agrega: «Digo con toda franqueza lo que pienso: preferiría tener una docena de Hitlers que un Blum omnipotente. Al menos, puedo entender a Hitler».

[León Blum (1872-1950), dirigente del Partido Socialista Francés, fue miembro de la cámara de representantes desde 1919 hasta 1928 y desde 1929 hasta 1940. En los años 30 integró el Frente Popular, una coalición de partidos izquierdistas que obtuvo la mayoría en la cámara en 1936. Blum accedió al cargo de primer ministro y adoptó una política de no intervención ante la explosiva situación europea pero, contradictoriamente, aumentó el presupuesto armamentista. A mediados de 1937, solicitó poderes extraordinarios pero les fueron denegados por el Senado y dimitió. En marzo de 1938, durante otra crisis de gobierno se le pidió nuevamente que ocupara el cargo de primer ministro y presidió una segunda legislatura que sólo duró un mes].

Robert Brasillach comenta acerca de Bagatelles pour un massacre: «El antisemitismo instintivo halló su profeta en Louis Ferdinand Céline». La cuestión reaparece en L'Ecole des cadavres: «Personalmente encuentro a Hitler o a Mussolini, admirablemente magnánimos, infinitamente más a mi gusto, destacados pacifistas, en una palabra, dignos de 250 premios Nobel», escribe Céline. Y asegura: «Quien más ha hecho en favor de los obreros no ha sido Stalin, sino Hitler».

En Les Beaux Draps critica a la burguesía, impulsa medidas sociales, propone un salario único. Recomienda nacionalizar los bancos, la produccion minera, los ferrocarriles, las compañías de seguros y los grandes almacenes, así como la industria pesada en general. El libro es tan virulento que el propio régimen colaboracionista de Vichy, pro nazi, no lo tolera y prohíbe la distribución. La crítica a la burguesía es una característica de toda su obra; por ese motivo muchos izquierdistas lo leen y, en cierta forma, lo admiran. Otros, lo consideran, en el fondo, más anarquista que fascista.

Después de la caída del régimen de Vichy, la vida de Céline será una sucesión de sufrimientos que parecen copiados de sus propias novelas. Y parece confirmarse que la vida imita al arte hasta en sus aspectos más desgarradores.

Radio Londres, portavoz de la Resistencia Francesa, ofrece una recompensa por su captura, vivo o muerto. En 1944, Céline se retira de Francia junto con las tropas alemanas. Hace una escala en Alemania, donde paradójicamente sus libros están prohibidos. De ahí, busca refugio en la neutral Dinamarca. El Consejo Nacional de los Escritores, vinculado con la Resistencia, divulga una «lista negra» con doce autores colaboracionistas; él, desde luego, es uno de ellos. Entre los escritores denunciantes se encuentran muchos envidiosos del talento del «profeta de la decadencia», que no pueden tolerar el éxito de Viaje al fin de la noche.

En septiembre de 1945, un juez le dicta orden de arresto por «traición a la patria». Poco después, una denuncia anónima informa a la embajada francesa en Copenhague que el fugitivo se encuentra en esa ciudad. El 17 de diciembre de 1945, Céline es encarcelado. El novelista permanecerá en una celda de la severa prisión de Vestre Faengsel durante 16 agónicos meses. Entre otros vejámenes, sus carceleros lo mantienen sin calefacción en pleno invierno danés. Hay que tomar en cuenta que había quedado mutilado después de la Primera Guerra; además, estaba enfermo y se le agravaron sus dolencias hasta límites insoportables: enteritis, pelagra y reumatismo. Céline sale en libertad el 24 de junio de 1947, sin cargos, con 40 kilos menos.

El juicio al escritor «maldito» se lleva a cabo el 21 de febrero de 1950, en París, en ausencia de acusado y de un abogado defensor; lo condenan a un año de prisión, pena inferior a la cumplida con carácter preventivo en Dinamarca. Puede regresar a Francia recién el primero de julio de 1951. A seis años de terminada la guerra, toda su obra ha sido destruida.

Céline se establece con su mujer y decenas de gatos y perros en Meudon, cerca de París. En 1953 abre un consultorio médico para atender a personas sin recursos. Se hace imprimir tarjetas de presentación en las que se lee: «Louis Ferdinand Céline - Ave del paraíso». Recibe siete u ocho cartas diarias con insultos y amenazas; y otras tantas llenas de admiración y elogios. Unas y otras lo tienen sin cuidado. Escribe: «Anarquista soy, he sido, sigo siendo. ¡Y me traen sin cuidado las opiniones!»

Poco a poco, Céline recupera el prestigio literario que, a pesar de todo, le pertenece. Pero el sistema se lo devuelve a regañadientes, haciendo constar siempre que había sido -y continuaba siendo- un «maldito». En 1953, la editorial Gallimard edita nuevamente sus libros. De la larga lista de sus obras, cuatro continúan prohibidas a casi medio siglo de haber sido escritas: Bagatelles pour un massacre, L'école des cadavres, Les Beaux Draps y Mea Culpa. Y esto en Francia, país que se reconoce a sí mismo como cuna del liberalismo, precursor de la moderna democracia, practicante del lema Igualdad, fraternidad, solidaridad.

El marginado vuelve a escribir. Relata sus experiencias durante el exilio en De un castillo a otro (1957), Norte (1960) y Rigodon, publicada póstumamente. En 2002 se divulgan sus Cartas de la cárcel. Son casi 200 mensajes originalmente escritos en el áspero papel de baño carcelario, recopilados por su biógrafo François Gibault. «Sufro mi destino. No sé de qué crímenes soy culpable. Pero esta incertidumbre puede durar -me temo- años», dice Céline en una de sus cartas. Y en otra: «Es duro tener un mundo entero de odio contra uno».

En el prefacio, Gibault explica que Céline «sabía lo que había escrito antes de la guerra y por qué lo había escrito». Pero cuando se descubrió el genocidio judío «aquellos panfletos adquirían un cariz trágico que nadie había descubierto ni denunciado en el momento de su publicación, mientras que él mismo aparecía como un asesino». Sus escritos, elaborados para evitar la guerra, «pero con las exageraciones sin las cuales Céline no habría sido el que era y que aparecían a la luz de los acontecimientos como incitaciones a la matanza, servían de pretexto, pese haber sido escritos antes del genocidio, para una partida de caza en la que el objetivo era él».

Carlos Manzano, traductor de Cartas de la cárcel -y de la mayoría los libros de Céline en español- respalda las afirmaciones de François Gibault: «El sentía desprecio por los alemanes, nunca fue colaborador de los nazis. Siempre lo negó y nunca se pudo demostrar nada; después, cuando volvió a Francia, se encerró y nunca quiso hablar con la prensa ni con nadie».

En mayo de 2002, el primer manuscrito de Viaje al fondo de la noche fue subastado en París por casi un millón 800 mil dólares. Las 876 páginas del original -llenas de tachaduras y correcciones- quedaron en Francia ya que la Biblioteca Nacional interpuso su derecho prioritario para que el texto no salga del país. Para los especialistas, el hallazgo del texto tiene un valor inestimable, ya que permite comprender los mecanismos mediante los cuales se construyó una de las obras más importantes y sombrías del siglo XX. Durante más de 40 años, el original fue motivo de las más increíbles versiones: se decía que fue perdido, recuperado y quemado por Céline; también que estaba oculto en Argentina, en manos de nazis refugiados.

La suma que se pagó por el histórico escrito de Céline superó el monto en que fue subastado, en 1988 por la casa Sotheby’s, el manuscrito de El proceso, de Franz Kafka: un millón y medio de dólares. El texto del primer tomo de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, otro clásico, fue rematado en 2001 por Christie’s en poco más de un millón de dólares.

Dejemos algunas reflexiones finales por cuenta de Andreu Navarra Ordoño, autor de «Céline: el hombre enfadado» (revista Babab Nº 11, Madrid, enero de 2002), quien define a Viaje al fondo de la noche como «una de las más feroces sátiras contra la civilización occidental». El escritor español se pregunta: «¿Es injustificado desentenderse del mundo cuando éste se ha convertido en una estafa universal, en algo así como una trampa a gran escala? ¿Cómo no hubiera podido enfadarse ante semejante espectáculo? ¿Niega Céline alguna vez las acusaciones de que fue objeto? En absoluto. Sí nos ofrece sus reflexiones, nunca alegaciones».

Céline falleció en Meudon en 1961, a los 77 años. En algún momento de su vida, escribió: «En este mundo vil, nada es gratuito. Todo se expía: el bien, como el mal, se paga tarde o temprano. El bien mucho más caro, lógicamente».


Giselle Dexter y Roberto Bardini

viernes, 20 de noviembre de 2015

Hoy, 20N


Hoy es 20N, un día controvertido por sí mismo, debido a la confluencia en él de dos conmemoraciones completamente distintas.

La primera creo que es la que a todos nos viene a la mente cuando pensamos en ese día, la conmemoración de la muerte de Francisco Franco, personaje al que no dudamos ni un segundo de tildar de cobarde, pusilánime y traidor, aquél que vendió el glorioso movimiento nacional a los intereses del clero, los terratenientes y finalmente a los empresarios tecnócratas del Opus Dei y a los EEUU, creando así un legado de dependencia que aún así, ni hoy hemos podido sacudirnos, escupiendo de este modo, en la memoria de aquellos que dieron su vida y su juventud en una violenta cruzada para salvar a España de las garras del comunismo y la burguesía.

En relación con ella, el 20N tradicionalmente ha sido el día emblemático de la derecha más rancia y retrograda, ganándose de este modo, el más que justificado epíteto otorgado por las antiguas Bases Autónomas en los años ochenta del siglo pasado, de "Vergüenza Nacional", y desde luego no seremos nosotros quienes lo cuestionen, pues esa derechona, es y será siempre uno de los principales enemigos de un movimiento identitario joven y moderno como es el nuestro.

Sin embargo, como siempre decimos, preferimos centrarnos en lo positivo para no caer en la estéril crítica por la crítica. De este modo, preferimos aprovechar estas breves líneas para revindicar la segunda conmemoración, a menudo olvidada, que tiene lugar ese día y la cual no es otra que la de la muerte de Don José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, un auténtico héroe para nosotros y nuestro movimiento, socialista, en el buen sentido de la palabra, hasta la médula y qué luchó hasta el último día por sus ideas, las cuales distaban mucho de la casposa tiranía que surgió tras la Guerra Civil. Un héroe que finalmente, como todos los héroes de la historia, fue traicionado y asesinado, ofreciendo de este modo su juventud como sentido tributo a aquella causa en la que de corazón creía.

Con los ojos perlados y el corazón henchindo de congoja, no podemos más que alzar unidos nuestros brazos al sol y entonar un sentido ¡Presente!, sin dejar ni por un momento de pensar en la repugnancia que sentiría Don José Antonio, si de estar vivo pudiera contemplar con sus propios ojos en qué ha degenerado la fecha de su muerte.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Flota de almas




Había soñado con un siglo de caballeros fuertes y nobles, dominadores de sí mismos antes que dominadores de otros. El ser humano se ha parapetado detrás de su propio egoísmo y de su propio placer. La virtud ha abandonado su canto natural, el aire está cargado de todas las negaciones morales y espirituales. Nosotros saldremos de este decaimiento sólo a través de una inmensa rectificación, reenseñando a los hombres a amar, a sacrificarse, a vivir, a luchar y a morir por un ideal superior. Contando sólo con la fe, la confianza ardiente, la ausencia completa de egoísmo e individualismo. Contando sólo con la calidad del alma, sus vibraciones, el don total, la voluntad de tener en alto y por encima de todo un ideal entre el desinterés más absoluto. Llega la hora de salvar el mundo, habrá necesidad del puño de los héroes y de los santos que harán la reconquista. Respirar, volver a creer en la virtud, la belleza, la bondad, el amor, sentirse bailando entre las olas, entre otras miles de velas hinchadas por el viento llevadas por un mismo soplo hacia una misma llamada. Cuando del mar dorado venga fluyendo toda esta blancura la revolución se pondrá en marcha levantada sobre la cúspide de esta flota de almas.

Léon Degrelle.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Hablando de Europa


Tenemos siglos de civilización común, tenemos las mismas iglesias en medio de los pueblos de Baviera, de la Provenza, de Beauce, las mismas lenguas y los mismos cantos, los mismos poetas y los mismos músicos. No somos sino unas decenas de millones de hombres, del Báltico al Meditárreneo, y hemos acabo enfrentándonos los unos a los otros. Incluso nuestros nacionalismos son nacionalismos retrógrados. Nos miramos los unos a los otros con miradas inquietas, con miradas hostiles, nos dejamos manipular por aquellos que tienen interés en vernos siempre divididos.

No debemos hoy llorar por la victoria de Europa. Durante años Europa ha estado en pecado mortal y hoy paga sus crímenes. Ella ha llegado al punto de tener que preguntarse si salvará su civilización, si sobrevivirá o la barbarie la hundirá. Ésta es la angustia de todos los soldados del frente. Hemos llegado al momento en el cual todos los frenos de la Europa de ayer, de la Europa de las guerras civiles, han caído. O bien los pueblos han reencontrado en sus venas la gran fuerza de la juventud, el espítitu de sacrificio y de la grandeza y forman un solo bloque socialista y revolucionario; o bien conservan su esterilidad y decadencia que ya no comprenden nada.
 
Léon Degrelle
París a 5 de Marzo de 1944

Quería destrozar algo hermoso


Quería destruir todas las hermosas cosas que nunca tendría. Incendiar las selvas tropicales del Amazonas. Provocar emisiones de clorofluorocarbonos que destruyan el ozono. Abrir las válvulas de los contenedores de los súper pretoleros y vertir directamente al océano el crudo de los pozos pretolíferos. Quería matar a todos los peces que no podía permitirme comer, y empantanar las playas francesas que jamás llegaría a ver. Quería meterle una bala entre ceja y ceja a todos los osos panda en peligro de extinción que no se decidían a follar para salvar su especie, y a las ballenas y delfines que se dejaban morir embarrancando en las playas. Deseaba respirar humo. Deseaba incendiar el Louvre; volver a esculpir las esculturas de Fidias del Partenón con una almádena y limpiarme el culo con la Mona Lisa. Mi mundo, el mío, y todos los antepasados están muertos.

Chuck Palahniuk

domingo, 15 de noviembre de 2015

Con entusiasmo




Todo aquél que se ha lanzado a conocer las Revoluciones Nacionales en función de los tópicos y dogmas reduccionistas con los que los enemigos declarados (antifascistas) y los intrusos insidiosos (integristas, fundamentalistas y reaccionarios) las minimizan, está destinado a quedar encerrado en esquemas estrechos, artificiales y estúpidos.

Pero quien quiera reconstruir, tesela a tesela, un mosaico que haría la envidia de los artistas bizantinos debe liberar la mente y volver a comenzar de cero: con entusiasmo.


Gabriele Adinolfi.

Última carga del Regimiento de Cazadores Alcantara


En el momento trágico de la jornada roja,
en la feroz congoja de la traición horrible,
brotó la flor altiva que nunca se deshoja.
la flor de lo imposible.
¡Lanzaron los clarines magníficos clamores!
¡Llegó el momento trágico!
Los sables refulgieron con rayos cegadores.
Jinetes y caballos se irguieron voladores ante el conjuro mágico.
¡Y allá fue la epopeya!, jinete sin adarga para la empresa loca.
Alcántara es un grito que el corazón embarga.
Alcántara es delirio que va de roca en roca, lanzándose: ¡A la carga!
Hermanos y rebeldes son carne destrozada por ansia de conquista

¡Adelante, mientras hiera la espada!.
¡Mientras el clarín vibre!.
¡Mientras la Patria exista!
Se estrellan los caballos en la muralla viva de la morisca fiera.
Vibra el clarín agudo. Nadie el mandato esquiva.
Embisten conteniendo la tropa fugitiva…
¡Baldón al que se rinda! ¡Laurel para el que muera!
Hermanos y rebeldes son carne destrozada por ansia de conquista.
El Escuadrón avanza. La tromba ensangrentada prosigue batallando con fiebre redoblada…
¡mientras el clarín vibre!, ¡mientras la Patria exista.
Se doblan los caballos y ruedan jadeantes…
¡Alcántara no cede!
Los sables se mellaron, son dientes de gigantes
Repiten los clarines sus notas arrogante…
¡Hay que seguir la lucha mientras un hombre quede!
¡Al paso!, ... los corceles no pueden ya ni al trote.
¡Al paso!, ... la jornada su horror sublime alarga.
¡Al paso!, ... como nietos del loco Don Quijote.
¡Así van los de Alcántara! Su gloria eterna flote.
¡Al paso!, ¡lo imposible!, ... tal fue la última carga.
Busquemos las lecciones grabadas en la Historia con lauro inmarcesible,
y arriba, muy arriba, cual gigantesca gloria, escúlpase, de Alcántara, la trágica victoria, diciendo: ¡con su arrojo, lograron lo imposible!

Marcos Rafael Blanco-Belmonte

miércoles, 11 de noviembre de 2015

La ociosidad


“Por gente inútil cuento en primer lugar los ociosos. ¿Qué digo inútil? Y aún perniciosa. Quien limpiase la tierra de ociosos, haría un gran servicio, no sólo a la tierra, más aún al Cielo. En ninguna clase de hombres domina tanto el vicio, como en estos.” -Benito Jerónimo Feijoo-

En realidad, en la práctica el ocio en sí mismo no está determinado ni organizado de antemano. Aparece como un tiempo libre que hay que distribuir, organizar y llenar de contenido. Es el tiempo en el que el colectivo puede organizar y dedicarlo a aquello que más le guste, libremente. Es el tiempo más propicio para desarrollar la creatividad, las actitudes y aptitudes personales, la comunicación auténtica, la relación personal.

Aunque esto en la práctica no siempre ocurre así, ya que la forma de ocuparlo está muy mediatizada por el tener, el poder, la sociedad de consumo, la satisfacción de necesidades específicas: discotecas, drogas, pasear viendo escaparates en las grandes superficies, pasar largas horas viendo la televisión… Es aquí donde puede aparecer la ociosidad.

El ocio debe ir encaminado a crear, no a consumir.

martes, 10 de noviembre de 2015

La batalla de Salado


La batalla del Salado (librada el lunes 30 de octubre de 1340, en la actual provincia de Cádiz) fue una de las batallas más importantes del último período de la Reconquista. En ella, las fuerzas combinadas de Castilla y Portugal derrotaron decisivamente a los benimerines, última nación norteafricana que trataría de invadir la península Ibérica.

Tras la decisiva victoria de las Navas de Tolosa en 1212, los almohades perdieron el control sobre el sur de la Península Ibérica y se replegaron al Norte de África, dejando tras de sí un conjunto de desorganizadas taifas que fueron ocupados por los reinos cristianos entre 1230 y 1264. Tan sólo el reino de Granada logró mantenerse independiente, aunque fue forzado a pagar un elevado tributo en oro a Castilla cada año. Por aquel entonces, el reino de Granada comprendía las actuales provincias de Granada, Almería y Málaga, más el istmo y peñón de Gibraltar.

En 1269, la debilitada dinastía almohade sucumbió ante otra tribu bereber emergente, los Banu Marin («Benimerines» para los castellanos). Desde su capital en Fez, esta tribu originaria del sur de Marruecos pronto dominó la mayor parte del Magreb, llegando por el este hasta la actual frontera entre Argelia y Túnez. A partir de 1275 dirigieron su atención hacia Granada, donde desembarcaron tropas e influyeron decisivamente en su gobierno ante el recelo de los cristianos del norte. El choque no tardó en llegar, y así, a finales del siglo XIII, los benimerines ya habían declarado la guerra santa a los cristianos y realizado varias incursiones en el Campo de Gibraltar, con el fin de asegurarse el dominio sobre el tráfico marítimo en el Estrecho. En 1288, a instancias del rey Yusuf I de Granada, firmaron una alianza formal con los nazaríes con el fin de tomar Cádiz como objetivo final. Sin embargo, una serie de rebeliones en el Rif retrasaron la campaña contra Castilla hasta 1294, año en que los benimerines asediaron Tarifa sin éxito debido a la tenaz resistencia ofrecida por Guzmán el Bueno.

En 1329 los benimerines y sus aliados granadinos atacaron de nuevo a los castellanos, a quienes derrotaron y tomaron Algeciras.

En agosto de 1330 Castilla se impondría a Granada en la Batalla de Teba, conocida en otros países por haber fallecido en ella el noble escocés Sir James Douglas. Como consecuencia de la derrota granadina, el 19 de febrero de 1331, se firmó la Paz de Teba por la que los monarcas castellano, aragonés y nazarí se comprometían a una tregua de cuatro años y a la entrega de parias al rey castellano por parte del emir granadino.

A pesar de ello, desde su base en Algeciras, los musulmanes sitiaron Gibraltar (ocupada por los cristianos en 1309, precisamente como medida preventiva ante las invasiones meriníes) y la reconquistaron en 1333. La flota castellana del Estrecho, capitaneada por el Almirante Alonso Jofre Tenorio, no era lo suficientemente poderosa como para detener el constante flujo de tropas musulmanas hacia la Península, por lo que Alfonso XI de Castilla solicitó apoyo naval a la Corona de Aragón. Ésta accedió a enviar en 1339 una flota de guerra mandada por Jofre Gilabert, pero tras una operación en Algeciras, el almirante aragonés resultó herido por una flecha y su flota se dispersó. Siguió entonces un ataque de los benimerines contra la escuadra castellana, con un resultado catastrófico para ésta: todos los barcos, excepto cinco que pudieron refugiarse en Cartagena, fueron destruidos por los musulmanes y Tenorio hecho prisionero y decapitado. Castilla quedaba así abierta de par en par a una nueva invasión norteafricana.

Al conocer el desastre, Alfonso XI decidió entonces jugar su última carta enviando a su mujer, María de Portugal, para que pidiera ayuda al padre de ésta. No obstante, el rey Alfonso IV, que entonces se encontraba algo rencoroso con su yerno por el abandono al que tenía sometida a su hija en favor de su amante Leonor de Guzmán, declinó inicialmente la propuesta, exigiendo que si el monarca castellano necesitaba ayuda, fuera él quien se la pidiera personalmente. Ante la situación, Alfonso XI no pudo hacer otra cosa que tragarse su orgullo y enviar una carta de su puño y letra a Lisboa. Alfonso IV respondió entonces positivamente y mandó una flota a Cádiz a las órdenes del marino genovés Manuel Pezagno, que se unió a un contingente de 12 naves aragonesas que ya se encontraban ancladas allí.

Los ejércitos de ambos reyes se encontraron en Sevilla de donde salieron las fuerzas de los dos monarcas, en camino a Tarifa, llegando ocho días después de la Peña del Ciervo teniendo frente a ellos la extensión del campo de las fuerzas musulmanas. El 29 de septiembre, en consejo de guerra, se decidió que Alfonso XI de Castilla, luchara contra el Rey de Marruecos, y Alfonso IV de Portugal frente al de Granada.

En el campo de los cristianos y los musulmanes de todo estaba listo para la batalla. La caballería castellana, cruzó el río Salado, la batalla comenzó. Pronto llegó a tratar con él, la élite de la caballería musulmana, incapaz de detener el ataque. Casi de inmediato se trasladó Alfonso XI, con el grueso de sus tropas, frente a las innumerables fuerzas de los moros. Fue encerrado en ese sector, la lucha era feroz. El rey de Castilla, cuyo valor no cabe duda, se volvió hacia los puntos donde el peligro era mayor, con furia llevando a las tropas árabes a la derrota.

En ese momento la guarnición de la plaza de Tarifa, hizo una salida inesperada para los moros, cayó sobre la parte trasera para atacar el campamento de Abul-Hassan y causaron estragos entre los invasores. En la zona de combates las fuerzas portuguesas, para las que las dificultades eran aún mayores, porque los moros de Granada, más disciplinados, luchaban por su ciudad bajo el mando de Yusef Abul-Hagiag, veían su reino en peligro. Afonso IV, por delante de sus
intrépidos jinetes logró romper el orden enemigo, rompiendo la formidable barrera, lo que desató el pánico y la derrota de los moros de Granada. Saliendo los granadinos en desbandada, del mismo modo las fuerzas africanas abandonaron el campo de batalla, dejando todo para salvar su vida. El campo estaba sembrado de cadáveres de víctimas del bando moro.

El 1 de noviembre en la tarde, los ejércitos vencedores en última instancia, abandonaron el campo de batalla con un gran botín tomado en la batalla, en dirección a Sevilla, donde el rey de Portugal se quedó poco tiempo, volviendo de inmediato a su país.

La victoria de los cristianos en la batalla de Salado, desmoralizó al mundo musulmán, y el entusiasmo se extendió entre el cristianismo europeo. Fue después de seis siglos, una renovación de la victoria de Carlos Martel en Poitiers.

Alfonso XI para exteriorizar su alegría, se apresuró a enviar al Papa Benedicto XII una comitiva pomposa, llevando muy valiosos regalos, parte de la riqueza extraída a los moros y veinticuatro presos que llevaban banderas que habían caído en las manos de los vencedores.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Servir antes de servirse


En Europa, desde la más remota Antigüedad, siempre había dominado la idea de que cada individuo era inseparable de su comunidad, clan, tribu, pueblo, polis, imperio, al que se encontraba unido por un vínculo más sagrado que la propia vida. Esta indiscutida conciencia, de la que la Ilíada nos ofrece la más antigua y poética expresión, tomaba formas diversas. Basta pensar en el culto a los ancestros a quienes la polis debía su existencia, o a la lealtad hacia el príncipe era la expresión visible de la misma. Una primera fue la introducida por el individualismo del cristianismo primitivo. La idea de un dios personal permitía emanciparse de la autoridad hasta entonces indiscutida de los dioses étnicos de la polis. Sin embargo, impuesta por la Iglesia, se recompuso la convicción de que ninguna voluntad particular podía ordenar las cosas a su antojo.

Pero ya se había sembrado el germen de toda una revolución espiritual. Reapareció de forma imprevista con el individualismo religioso de la Reforma. En el siglo siguiente se desarrolló la idea racionalista de un individualismo absoluto vigorosamente desarrollada por Descartes (“pienso, luego existo”). El filósofo también hacía suya la idea bíblica del hombre dueño y señor de la naturaleza. Sin duda, en el pensamiento cartesiano, el hombre estaba sujeto a las leyes de Dios, pero éste había dado un muy mal ejemplo. Contrariamente a los dioses antiguos, no dependía de ningún orden natural anterior y superior a él. Era el único y omnipotente creador de todo, de la vida y de la propia naturaleza, según su exclusivo designio. Si semejante Dios había sido el creador desprovisto de todo límite, ¿por qué los hombres no estarían, a su vez, liberados de todo límite?

Puesta en marcha por la revolución científica de los siglos XVII y XVIII, esta idea ya no tuvo a partir de entonces el menor límite. En ella consiste lo que denominamos la “modernidad”: esa idea según la cual los hombres son los propios autores de sí mismos y pueden remodelar el mundo a su antojo. Sólo hay un principio: la voluntad y el capricho de cada cual. Por consiguiente, la legitimidad de una sociedad ya no depende de su conformidad con las leyes eternas del etnos. Sólo depende del momentáneo consentimiento de las voluntades individuales. Dicho de otra manera, sólo es legítima una sociedad contractual, derivada de un libre acuerdo entre partes que encuentran en tal pacto su propio beneficio.

Si el interés personal es el único fundamento del pacto social, no se ve qué es lo que podría prohibir que cada cual se aproveche de ello lo mejor que pueda, según sus intereses y sus apetencias, llenándose el bolsillo si su cargo le ofrece tal oportunidad. Tanto más cuanto que el discurso de la sociedad mercantil, por intermedio de la publicidad, establece para todos la obligación de disfrutar, o más exactamente de existir exclusivamente para disfrutar.

Pese a esta lógica individualista y materialista, el lazo comunitario del nacimiento y de la patria se había mantenido durante mucho tiempo, con las obligaciones que de ello se derivan. Este vínculo se ha ido destruyendo poco a poco en toda Europa en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, mientras triunfaba la sociedad de consumo procedente de Estados Unidos. Nuestras naciones han dejado de ser poco a poco una nación (basada en la natio, en el nacimiento común) para convertirse en una suma de individuos reunidos para pasarlo bien o satisfacer lo que por su interés entienden. A la antigua obligación de “servir” la ha sustituido la tentación general de “servirse”. Tal es la lógica consecuencia del principio que funda la sociedad en los exclusivos derechos humanos, es decir, en el interés de cada cual.

Dominique Venner